Por sus acciones, Faetón vio el mundo entero ardiendo en llamas y no podía resistir el terrible calor.
El aire que respiraba parecía venir de las profundidades de un horno y el carro resplandecía por el ardor.
Las cenizas y las chispas eran inaguantables.
Estaba envuelto por una gruesa cortina de humo, y dentro de esa oscuridad había perdido la noción del espacio y no sabía a dónde ir, mientras era arrastrado por la fuerza de los caballos alados.
Se dice que por ese incendio los nativos de Etiopía sintieron el calor tan dentro que su piel se oscureció.
Y las colinas de Libia, saqueadas de su humedad, se transformaron en desiertos.
Las ninfas del agua se arrancaron el cabello y lanzaron lamentos al ver perdidas sus fuentes y sus lagos.
Beocia echó de menos a Dirce; Argos a Amímone, y Éfide a Pirene.
Los ríos tampoco estuvieron a salvo, escondidos en sus anchos lechos.
El Don se evaporó, así como el viejo Peneo, y el Tanais y el Caíco, y el rápido Ismeno y el Erimanto arcadiano, y el Janto que debía arder de nuevo, y el Licormas, y el Meandro que jugaba entre curvas, y el migdonio Melas, y el tenario Erotas.
Y ardió también el babilonio Éufrates, y el Orontes, y el Termodonte y el acaudalado Ganges.
El Nilo huyó de terror y escondió su cabeza, mientras sus siete desembocaduras se secaron.
Se abrieron grietas en el suelo y rayos de luz se filtraron en el Tártaro, alarmando al rey y a la reina del inframundo.
Los mares retrocedieron, y lo que antes era una inmensa superficie de agua se volvió un océano de arena.
Montañas quedaron al descubierto y archipiélagos se unieron a las esparcidas Cícladas.
Los peces se fueron hasta el fondo y los delfines no se atrevieron a saltar más en el aire.
Focas muertas flotaban boca arriba, incluso el mismo Nereo.
Dicen que Doris y sus hijas se escondieron en cavernas tibias. Neptuno intentó sacar el rostro y los brazos de la superficie del mar, pero se lo impidió el calor incandescente.
La madre Tierra, aunque aquejada por reducidos mares y por corrientes que retrocedían hasta la oscuridad de su seno, levantó su sediento y devastado rostro, y con la mano sobre su encendido ceño, se sacudió, provocando poderosos temblores en todo el mundo.
Luego, inclinándose un poco, habló solemnemente:
“Señor de los dioses, ¿por qué no has lanzado poderosos rayos?
Si debo perecer por el fuego, al menos ilumina esta muerte con tu poder y que seas tú quien me destruya.
¡Oh, apenas puedo abrir mi boca para pronunciar estas palabras!”.
El humo sofocaba su respiración. Luego continuó:
“Ve esta mi abrasada cabellera, las cenizas en mis ojos y en todo mi semblante. ¿Es así como recompensas mi fertilidad, mi servicio cuando soporté las heridas del arado y los rastrillos, trabajando año tras año sin parar?
¿Para esto proveí pastura para el ganado, granos para la humanidad e incienso para los altares?
Y, suponiendo que merezco tal destrucción, ¿qué me dices del mar, o de tu hermano?
¿Por qué las aguas, que son su dominio, se han reducido tanto y ahora están tan lejos del cielo?
Pero si no te importo yo o tu hermano, ¡ten piedad de tus propios cielos! Mira alrededor: hay humo en la estructura de los cielos.
Si el fuego ataca su estructura, tu mansión se volverá escombros.
Incluso Atlas está sufriendo y casi se le cae el caliente domo que sostiene sobre sus hombros.
Si el mar, la tierra y los reinos celestiales caen, ¡seremos lanzados al caos primordial!
Salva de las llamas lo que aún sobrevive y protege la unidad del universo”.
Así le habló la Tierra al poderoso Zeus. ¿Cuál será su respuesta?
*Traducción y selección personal de “Metamorphoses”: Ovidio (Hackett; trad. Stanley Lombardo).