La Madre Tierra había hablado, implorando a Zeus que detuviera los daños que causó Faetón al tomar el carro del Sol.
Y el Padre Todopoderoso llamó a los dioses y en especial a aquel que había entregado los caballos del Sol a su hijo.
Y es que, si el gran dios no hubiera decidido intervenir, el mundo entero habría quedado en ruinas.
Así ascendió al cenit del Cielo, desde el punto donde acostumbraba a cubrir la tierra de nubes, desplegar truenos y lanzar trémulos rayos.
Pero en ese momento no había ya nubes sobre la tierra ni lluvia para hacer llover.
No obstante, poseía el trueno, y en su mano derecha fue creando una centella.
Y, luego de alzar el brazo hasta la oreja, lanzó el rayo hacia el cochero, derribándolo del carro y sacudiendo el alma de su cuerpo.
Después apagó el fuego ardiente, utilizando fuego cáustico.
Los caballos enloquecieron y saltaron hacia diferentes direcciones, dislocándose del yugo y quedando libres.
Las riendas quedaron por un lado y, por otro, el eje, desmembrado del poste de control.
Las ruedas estaban destrozadas, los radios esparcidos, y todo caía como una lluvia de escombros.
El cabello rojo de Faetón era una columna de fuego, y el hijo delineaba un arco prolongado en el cielo, dejando un rastro como si fuera una estrella fugaz en la noche de un cielo despejado.
Llegó a una región distante del orbe, muy lejos de la tierra en que había nacido, por el Erídano, el más acaudalado de los ríos, y el que mojó su cara ardiente.
Las náyades hesperianas enterraron su cuerpo, que aún humeaba por efecto del rayo poderoso, y escribieron el epitafio sobre su tumba:
AQUI YACE FAETÓN, QUIEN TOMÓ LAS RIENDAS QUE ERAN DE SU PADRE. SI PERDIÓ EL CAMINO, SU GRAN OSADÍA PERMANECE.
Su padre, aquejado por el dolor, escondió el rostro. Y si creemos lo suficiente, un día entero sucedió sin sol.
No obstante, los fuegos que seguían ardiendo alumbraron, sirviendo a tal propósito.
Clímene, su madre, dijo las palabras que se dicen en momentos tan terribles, y luego, desquiciada por la tristeza, se arañó los senos y vagó por el mundo, buscando el cuerpo de su hijo y después sus huesos.
Y encontrándolos en la orilla de aquel distante río, cayó de rodillas y lloró sobre la tumba, rozando el nombre labrado de su hijo con su pecho abierto.
Sus hijas, las Helíades, se lamentaron de igual manera, llorando sobre el sepulcro y dando tributo al recién fallecido.
Y, golpeando sus pechos con las palmas, anunciaron luto en el día y la noche por Faetón, quien nunca más llegaría a escucharlas.
Este fue el destino del viajero errante, hijo de dos naturalezas, rostro del fuego y pronunciación del agua, como un cometa en el firmamento.
*Traducción y selección personal de “Metamorphoses”: Ovidio (Hackett; trad. Stanley Lombardo).