¿Qué hacen los monstruos? ¿Qué daño causan a las simples almas que desean trabajar, crecer, vivir sus vidas?
El joven abogado Jonathan Harker lo descubrió en el castillo de Drácula.
Viajó a Transilvania desde Londres para concretar la venta de unas propiedades en la gran ciudad. En el trayecto vio hechos mágicos, escuchó leyendas, sintió un desasosiego ascendente.
Deseaba regresar a Londres para casarse con Mina Murray.
Pero Drácula lo retuvo en su castillo, elevado en el filo de un terrible precipicio, rodeado en el fondo de un mar de verdes bosques que surcaba una red de ríos plateados.
El prisionero descubrió que Drácula no comía ni bebía.
Los días pasaron dentro de aquel castillo de puertas cerradas. Una noche, atestiguó una escena increíble, tanto que pensó que era un sueño.
Una jauría de mujeres entró en su habitación. Una de ellas, hermosa y lasciva, se lamió los labios como si fuera un animal.
Jonathan sintió su respiración en la nuca y que estaba a punto de clavarse en su garganta.
Entonces una voz que, aunque era baja, casi como un susurro, cortó el aire y resonó en la habitación. Dijo:
“¿Cómo se atreven a tocarlo? ¿Cómo se atreven a colocar sus ojos cuando lo he prohibido? ¡Atrás! Este hombre me pertenece. No lo busquen o se la verán conmigo”. Era Drácula.
La mujer hermosa, con una mueca de rivalidad, tornó la cabeza y respondió: “Tú nunca has amado, ¡nunca!”.
Las otras mujeres se habían reunido en torno y una risa inerte, dura y sin alma resonó en el cuarto.
Entonces el conde giró la cabeza y, después de ver a Jonathan con atención, dijo como si murmurara: “Sí, yo también puedo amar; ustedes mismas lo han visto.
¿No es así? Bueno, les prometo que, cuando termine con él, lo podrán besar de acuerdo con su voluntad. ¡Ahora váyanse! ¡Fuera!”
Una de ellas dijo: “¿Es que no habrá nada para nosotras esta noche?”
Luego apuntó hacia un saco que el conde había arrojado al piso y que se movía como si algo vivo estuviera dentro.
Él asintió con la cabeza.
Una de las mujeres abrió el saco. Jonathan escuchó un jadeo y un gemido tenue, como los de un niño parcialmente sofocado.
Las otras mujeres se acercaron y Jonathan, sumido en el terror, las vio a todas desaparecer. Se fundieron con los rayos de la luna, escurriéndose por la ventana.
Jonathan vio la oscuridad: las vagas sombras justo antes de que se desvanecieran por completo.