La dificultad para superar la muerte de un ser querido puede llevarnos a intentar mantener el contacto palpable de alguna forma, más allá del mero recuerdo: imaginando que nos habla, soñando con ella, suponiendo que ciertos sucesos son mensajes que nos envía o, ya de plano, involucrarse en rituales que se suponen abrirán la infranqueable frontera entre la vida y el más allá, siempre objeto de representaciones de diverso tipo que van de las almas en pena en pos de la reconciliación a entidades furiosas que buscan venganza o escapatoria.
Mia es una joven (Sophie Wilde, extraviada en la melancolía) que perdió a su madre en condiciones no del todo aclaradas entre el suicidio y la sobredosis de pastillas involuntario, y vive con su padre (Marcus Johnson), entre la depresión, el rechazo de la mayoría de los compañeros prepos y la cuasisoledad consecuente. Mantiene un vínculo cercano con una amiga (Alexandra Jensen), ahora pareja de su ex novio (Otis Dhanji), su hermano puberto (Joe Bird, intenso) y de su madre (Miranda Otto, también productora), que de alguna manera la han acogido como parte de la familia.
Mientras tanto, circulan en redes algunas escenas de jóvenes que entran en un extraño trance al tomar una mano embalsamada cubierta de cerámica, que se supone funge como portal para el mundo de los muertos, y lanzar la petición de “háblame” y la invitación al estilo vampírico de “te dejo entrar”, para dejarse invadir por algún espíritu que ronda por aquellos lares, cuidando de no exceder el minuto y medio, por aquello de no quedarse enganchado, según las indicaciones de los dos jóvenes organizadores del ritual.
Los directores Danny y Michael Philippou (miniserie RackaRacka, 2014), quienes colaboraron en la notable The Babadook (Kent, 2014) y ahora debutan en el mundo del largometraje fílmico con Háblame (Australia, 2022), plantean desde el intenso prólogo que se retoma después −quizá no con el suficiente espacio que ameritaría−, un reconocible esquema en el cine de terror en el que un grupo de jóvenes se ve envuelto en una situación de peligro sobrenatural, ahora no por ver un video, usar una ouija, leer una sentencia o escuchar algunas palabras, sino por pasarse de vivos en el uso de una misteriosa mano para conectarse con espíritus varios, como si se tratara de una droga que primero resulta divertida pero cuyo abuso acaba siendo desastroso.
Con la necesaria fluidez y las bien colocadas escenas shock que se insertan en una trama que va dando cuenta de la inmersión de la protagonista en el siniestro vínculo con el espíritu que dice ser de su madre, la cinta acusa los consabidos problemas de un guion al que le hacen falta explicaciones −diferencias entre las reacciones de los poseídos, permanencia de las visiones en la protagonista− y en el que ciertas decisiones de los personajes no tienen sentido −el novio cristiano queriendo probar el estrechamiento de manos, dejar solo al hermano en el hospital−, pero que logra sostener con momentos de logrado terror y hasta de alcance alegórico, como la presencia del canguro (cual sello de origen) moribundo en el camino y la decisión de acabar con su sufrimiento o no.
La cámara cumple con puntuales desplazamientos y perspectivas, en tanto los juegos de sombras en los que emergen o se sugieren las presencias del otro lado, contribuyen a crear una atmósfera desasosegante para los involucrados, mientras el notable maquillaje y los efectos visuales hacen su parte para redondear la propuesta terrorífica, que encuentra una de sus principales fortalezas en las interpretaciones que resultan creíbles, sobre todo en los episodios de posesión y de angustia frente a los acontecimientos inexplicablemente violentos. Dejar que los muertos descansen en paz y conjurar no como evocación sino como evitación.