En dos textos me gustaría exponer por qué votar el próximo primero de junio es un grave error. El primero, es texto, se basa en una premisa: destruye la división de poderes y, por ende, socava la democracia. El segundo, porqué el voto del próximo primer de junio no abona –en nada– a tener un Poder Judicial más eficiente, menos corrupto y más justo. Es una reforma política más que judicial y participar es legitimar decisiones que están tomadas de antemano.
Hace unos días terminé un texto que se convertirá en un must en unos años: “el espíritu reaccionario: cómo las tradiciones más insidiosas de la política americana sacuden al mundo”. El autor, Zach Beauchamp, es periodista en Vox especializado en desafíos a la democracia. Beauchamp nos porta al pasado y nos permite ver los orígenes del trumpismo en la historia de los Estados Unidos. Cómo los viejos extremismos ideológicos dan forma al aparato ideológico de Trump. El magnate no inventó nada, las pulsiones autoritarias, racistas, extremistas son rastreables en la historia.
Algo interesante que el propio Beauchamp compartió en un pódcast reciente es lo que podemos llamar como la tranquila imposición autoritaria. La concentración de poder en unas cuantas manos, aquello que llamamos dictadura, no ocurre como un trueno o un estallido repentino. En tiempos donde las elecciones son populares incluso donde sabemos que no hay competencia real por el poder, los sistemas autoritarios se imponen en periodos más o menos largos.
Por ejemplo, según las encuestas, los venezolanos no supieron que navegaban hacia la dictadura hasta una década después del triunfo de Hugo Chávez. Durante el periodo 2002-2011, los venezolanos mostraban una valoración más o menos positiva de su democracia. Creían el cuento aquél de que el régimen estaba instaurando una democracia participativa más profunda que las liberales de Occidente.
No obstante, el caso más paradigmático de tranquila imposición autoritaria es Hungría. No llama mucho la atención en México, pero Hungría ha pasado de ser una democracia naciente, surgida de la disolución de los viejos imperios (austrohúngaro y soviético), a ser un sistema autoritario en donde el poder central controla todo: jueces, medios, legisladores. El Estado húngaro es Víktor Orbán y su partido -Fidesz. Es llamativo porque Fidesz proviene de “jóvenes por la democracia”, un partido surgido para evitar que Hungría cayera en la nostalgia socialista o en la trampa neofascista.
Una gran parte de la deriva autoritaria del régimen húngaro tiene que ver con el Poder Judicial. Orbán y su camarilla se han encargado de decirle al pueblo húngaro que los jueces son los portavoces de la oligarquía. Que son los defensores de la élite y los empleados de George Soros. La Unión Europea ha expresado su preocupación por la falta de independencia de los jueces. En 13 años, Orbán destruyó la independencia de todo: medios, sociedad civil, universidades, jueces. Sin embargo, lo hizo en calma, con cadencia, sin levantar alarmismo. Es interesante cómo muchas veces es difícil ver lo que está frente a nuestras narices. Muchos húngaros no sienten que viven en una autocracia.
Donald Trump se está topando con lo mismo. Si no fuera por los tribunales, Estados Unidos ya no sería una democracia. No obstante, el poder judicial estadounidense resiste y le dicen no a ese presidente con ínfulas de monarca. La narrativa de Trump me recuerda mucho a la de López Obrador o Sheinbaum: los jueces contra el pueblo. Como si una mayoría parlamentaria diera el aval para desobedecer la ley.
No nos engañemos, la reforma judicial ya entregó las llaves del Poder Judicial a Morena. Ya no hay forma de evitarlo a corto plazo. Los candidatos fueron elegidos por ellos, el proceso está bajos sus normas y controlan incluso los conteos de votos. Sin embargo, aquellos que creemos en la separación de poder, en la carrera judicial y en la meritocracia debemos ver más allá. Si la votación supera el 20% de la lista nominal, Morena saldrá a decir que fue un éxito. Si, por el contrario, la participación se ubica en un dígito, todos podremos asumir que la ciudadanía le dio la espalda al ejercicio.
Aunque el régimen quiera hacerlo, es imposible defender una reforma judicial que cuenta con la participación de 3 o 4% de los ciudadanos. ¿Qué democrático tiene un ejercicio en donde 4 de cada 100 deciden el rumbo del Poder Judicial? ¿Qué legitimidad tiene un proceso electoral con 95-96% de abstención? No lo olvidemos: el abstencionismo fue clave para que el régimen priista abordara en 1977 la reforma política que fue abriendo los canales democráticos en México. La no participación del PAN en aquella elección, en donde resultó ungido López Portillo, fue mucho más importante que haber registrado candidato presidencial. Cito a Javier Cercas: la valentía es saber decir que no cuando todo te orilla a decir que sí. Aplicado al caso mexicano: NO a la farsa de la elección judicial. No votes.