Política

Merkel y el triunfo de la moderación

Merkel y el triunfo  de la moderación
Merkel y el triunfo de la moderación

La política del XXI es el teatro de la agitación. El Twitter marca el estado de ánimo. Los matices no importan, comprender la postura del otro es una quimera, los tiempos reclaman radicalidad y sentencias. Frases inapelables –o supuestamente inapelables– que triunfan en 280 caracteres. Un mundo fanatizado que se siente cómodo dividiéndose en polos en donde es una auténtica traición buscar entender a quien piensa distinto. La dinámica comunicativa, los despachos de asesoría y las redes sociales nos regalan una atmósfera política irrespirable. La política no como el método civilizatorio de resolver nuestros conflictos, sino como la puesta en escena de la polarización.

La moderación no es sólo una forma de entender la política. Como dice Alejandro López-Fonta: la moderación es una actitud frente a la vida. La moderación es entender que enfrente tienes una persona que puede tener razón. La moderación es reconocer que puedes ser convencido o que tus convicciones pueden ser transformadas. Para los extremos, la moderación es una especie de colaboración con el enemigo. No obstante, los moderados son los que cambian la historia. Los supuestos traidores son los que hacen que la rueda de la historia gire.

Angela Merkel es el símbolo de la moderación en un mundo adicto a la adrenalina. La imagen de la estabilidad. Dieciséis años al frente del Gobierno de Alemania. Merkel ha atestiguado la crisis económica de 2008-2009, la pandemia del COVID, las revoluciones en Medio Oriente, la perpetuación de Vladimir Putin en Rusia, la democracia más antigua del mundo –Estados Unidos– abrazando el extremismo **trumpiano, a Reino Unido decir adiós a la Unión Europea, el ascenso de China, el retorno de la ultraderecha a gobernar en el este de Europa, la recomposición de la alianza franco-germana. Y un larguísimo etcétera. Tras Felipe González, Merkel es la lideresa democrática más longeva de Occidente. Merkel es el símbolo de la Alemania boyante, pero tranquila.

Mañana los alemanes votarán ya sin la posibilidad de reelegir a la Mutte (madre) como primera ministra. Un sentimiento de orfandad recorre a esa Alemania orgullosa de su posición en el mundo. Esa Alemania que recobró la autoestima perdida y se convirtió en la locomotora indiscutible de Europa. Es cierto que la Canciller pasó a ser la figura demonizada durante la Gran Recesión, pero también es cierto que, sin ella, Europa no estará unida. Merkel dirá adiós con una aprobación récord –57%– y considerada por YouGov como la tercera figura política más relevante del mundo (sólo por detrás de Barack Obama y Joe Biden). Incluso, Merkel es bien vista por sus socios europeos. De acuerdo con un estudio realizado por el diario británico The Guardian, 61% de los españoles y 49% de los franceses tienen una imagen positiva de ella. Muy por encima de Macron o Biden.

Si Merkel quisiera, no tengo la menor duda, podría construir una mayoría y seguir en el poder. Sin embargo, su voluntad es dejar la política. Y el panorama político alemán dibuja no sólo el cambio en el rostro de la Cancillería, sino también un posible cambio en el partido gobernante. Las encuestas señalan lo siguiente: el Partido Socialdemócrata Alemán (PSD), con Olaf Scholz –ex ministro de Finanzas– a la cabeza, puede ser el partido más votado con 25% de la intención electoral; luego viene el partido de Merkel, la Unión Democratacristiana (CDU), encabezada por un gris Armin Laschet, con 20-21% de las preferencias, y en tercer lugar, los sorprendentes Verdes (16%) que podrían ser claves para la formación de Gobierno. No es seguro, pero las encuestas perfilan una coalición entre socialdemócratas y verdes con el apoyo de Linke (la izquierda dura alemana). Alemania gira a la izquierda 16 años después de que Gerard Schroeder le entregara el Gobierno a la CDU.

A parte de la moderación, la Canciller tiene dos cualidades que son difíciles de encontrar en la política de hoy. Primero, esa capacidad de transmitir estabilidad, pero al mismo tiempo transgredir sus límites y arriesgar. En 2015, Angela Merkel decidió admitir en Alemania a 1.1 millones de migrantes sirios. La oposición a la Canciller fue brutal. “Somos Alemania, un país fuerte. Podemos hacerlo”. El tiempo le dio la razón. El fantasma del terrorismo se desvaneció y la ultraderecha alemana, en ascenso en aquellos días, hoy se encuentra muy lejos de tocar de poder. Merkel tomó un camino que la enemistaba con su electorado y, a pesar de ello, no renunció. Cualquier político hubiera reculado al ver la primera encuesta.

Una segunda, más controversial: el pragmatismo. Merkel siempre fue una hábil equilibrista que supo entender los intereses de su país y el contexto en donde se debía de mover. Tiene un gran sentido de realidad. Su relación con la Rusia de Vladimir Putin o su tolerancia con la Hungría de Viktor Orbán son espejo del pragmatismo que marcó sus años al frente de la Cancillería. No obstante, cuando se trató de alianzas, Merkel nunca dudó: tejió la Gran Coalición con los socialdemócratas, exploró pactos con los Verdes y marginó a la ultraderecha. Merkel, al final de todo, es uno de esos liderazgos que combina, como pocos, el arte de la política con toques de humanismo. Su tono duro con Donald Trump demostró que ella fue mucho más que mero tacticismo diplomático.

Cada que pienso en Merkel, entiendo que es posible una derecha democrática, abierta y plural. Una idea conservadora del mundo, pero que no entre en colisión ni con el Estado del Bienestar ni con la ampliación de derechos y libertades. Merkel hizo de la convicción, el pragmatismo y la moderación un régimen que ha sido a prueba de todo. Seguro Alemania elegirá a un líder que reemplace correctamente a Merkel, pero su legado es innegable. El triunfo del talante moderado en un mundo engullido por el fanatismo.

Enrique Toussaint


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