La filósofa letona Judith N. Shklar escribió en su libro Los Vicios Ordinarios una verdad como puño: el vicio humano más condenable y desagradable es la crueldad. Para Shklar más que la hipocresía o la traición, es la crueldad aquello que como seres humanos debemos evitar a toda costa. La crueldad es la deshumanización del otro. Se puede ser cruel con aquel a quien despojas de su dignidad. No son personas, sino ideas o conceptos que deben ser destruidos.
Lamentablemente, la política mundial está atravesada por la crueldad. ¿Cómo explicamos la figura de Donald Trump sin recurrir al símbolo del acosador escolar -bullying- que no conoce límites a la crueldad? ¿Cómo explicamos a Javier Milei, en Argentina, sin recurrir a la misma figura? Viktor Orban, Santiago Abascal o Nicolás Maduro, misma historia. El populismo contemporáneo emplea la crueldad disfrazada de libertad de expresión. En tiempos de expresionismo, en donde los electores premian a quien dice cualquier ofensa sin cortapisas, se ha confundido crueldad con “decir las cosas como son”. Queremos que los políticos digan lo que piensan, sin importar si son postulados misóginos, racistas u ofensivos a algún colectivo de personas.
El presidente Andrés Manuel López Obrador volvió a caer en la crueldad. Ante pregunta explícita por la dolorosísima desaparición de cinco jóvenes en Lagos de Moreno, López Obrador sacó su lado más salinista y, con una risa sarcástica de oreja a oreja, dejó en claro que no escucha a sus críticos. En lugar de mostrar empatía y solidaridad, el presidente prefirió mantener su órdago frente a la prensa, la opinión pública y la sociedad civil. En un México atravesado por la crueldad extrema, lo mínimo que deben mostrar los gobernantes -en cualquier nivel de Gobierno- es un poco de empatía. México está lleno de dolor luego de 17 años de una guerra fallida contra el crimen organizado. No se puede bromear con la tragedia como si este país no tuviera heridas por doquier.
López Obrador intentó justificarse diciendo que “nunca podría burlarse de quien sufre”. El problema de su respuesta no es poderle dar el beneficio de la duda. Al final, todos nos equivocamos. El problema de fondo es que el presidente es reincidente. Su desdén al dolor no es nuevo. Recordamos algunos momentos.
En septiembre de 2020, López Obrador se burló de un titular de Reforma en primera plana donde señalaba “México suma 45 masacres”. Su respuesta: “ahí están las masacres (risas). Son predecibles y muy obvios”. Esto último refiriéndose a sus adversarios de la prensa. El titular de Reforma respondía a una promesa que hizo López Obrador: conmigo ya no habrá masacres. El jefe de Estado tenía dos caminos: o condenar la violencia y solidarizarse con las víctimas, o -la que tomó- burlarse del medio de comunicación.

López Obrador no ha tenido una sola palabra de empatía con el pueblo ucraniano. Desde el comienzo de la guerra, el presidente ha equiparado al invasor con el invadido. Equiparar a un ejército de una autocracia que acosa a un país libre, y a un pueblo que resiste a quien busca desaparecerlo del mapa. El dolor no me es indiferente, ha dicho López Obrador. Pues el dolor de un pueblo invadido si le es indiferente.
En 2021, un día después de las elecciones intermedias, el presidente lo dijo sin ruborizarse: los criminales se portaron bien. Fue un escándalo para algunos, pero otra parte de la ciudadanía parece normalizar que López Obrador sea cariñoso con el hampa. Usted imagine lo que supone para un padre o una madre que perdió a un hijo en manos del crimen organizado, que el presidente de todos los mexicanos hable así de los asesinos. No encuentro más que crueldad en esas palabras. Falta de empatía absoluta.
Más ejemplos: el intento de asesinato en contra de Ciro Gómez Leyva. Condenó el hecho, pero acto seguido despotricó contra la prensa y los medios de comunicación conservadores. Incluso, de forma irresponsable, consideró -sin ninguna prueba- la posibilidad de que haya sido un “auto atentado”. O que sean sus adversarios quienes buscaron matar a Gómez Leyva para desestabilizar al Gobierno. No importa el dolor ajeno, el presidente siempre es la víctima. Ocho meses después no sabemos prácticamente nada del móvil, pero eso sí López Obrador se abalanza contra los periodistas y su trabajo. No mostrar solidaridad con los periodistas en el país más peligroso para informar del mundo, es un acto de repugnante crueldad.
¿Y qué decimos de la gestión de la pandemia y las decenas de miles de muertos que se pudieron evitar si López Obrador no hubiera recurrido a la santería y desoído a la ciencia?
López Obrador arribó al poder como medicina frente aquellos corruptos que saquearon al país. Esa casta de políticos mirreyes que lo único que les interesaba era saquear y llenarse los bolsillos. En el camino, López Obrador se convirtió en un presidente insensible frente al dolor ajeno y cruel frente a aquellos que considera sus adversarios. Ese presidente que utiliza la mañanera para reírse y para burlarse a placer. Se nota como disfruta el poder. Ese poder y ese narcisismo que le hace preocuparse más de las encuestas que del dolor del pueblo mexicano.