El quinto centenario de la caída de Tenochtitlan popularizó una reinterpretación de la conquista que no es nueva, pero nunca antes había gozado de tanta aceptación entre los historiadores: la idea de que la conquista fue una empresa militar realizada en buena medida por los propios indígenas, en alianza con los españoles. A partir de esta premisa, los talxcaltecas, los cemoapltecas y los texcocanos ameritarían el título de conquistadores (honorífico o peyorativo, según el partido que uno tome en esta materia) tanto como las huestes de Hernán Cortés. En el ensayo de Andrea Martínez Baracs “Los conquistadores tlaxcaltecas” (Letras libres, octubre de 2021) y en la mesa redonda “El mito de la conquista”, donde participaron Rolena Adorno, Federico Navarrete, Mauricio Tenorio, Matthew Restall y Camilla Townsend (Nexos, agosto de 2021), los aficionados a las paradojas históricas encontrarán buenos argumentos para redefinir la vieja dicotomía entre vencedores y vencidos.
Según Federico Navarrete, Cortés ni siquiera tenía el mando de la coalición de fuerzas que derrotó a los mexicas: en las Cartas de relación inventó esa ficción histórica y jurídica para darse importancia ante Carlos V. Lo que sí logro, aclara, fue “manipular a sus aliados en beneficio propio y aprovechar la capacidad de violencia española”. Más radical aún, Camilla Townsend asegura que “la victoria española se debió totalmente a las alianzas entre europeos y mesoamericanos, y los aliados indígenas con frecuencia manipularon la situación para avanzar sus propios fines. Nunca deberíamos imaginar que fueron engañados”. Andrea Martínez Baracs describe la “estrategia realista de autopreservación” que los tlaxcaltecas pusieron en práctica durante la conquista y las gestiones diplomáticas de ese aguerrido pueblo, tildado injustamente de traidor, para obtener un trato preferencial por parte de la corona española. Sus gestiones tuvieron tal éxito que Carlos V los llamaba afectuosamente “mis primos los tlaxcaltecas” y los exentó, a solicitud de Cortés, de ser incluidos en el reparto de encomiendas, porque sus tierras se consideraban realengas, es decir, dependientes del rey en línea directa. En los primeros años de la colonia, los tlaxcaltecas eran considerados “vasallos libres, no tributarios”, con el mismo estatus legal que los vizcaínos.
Por supuesto, el régimen colonial anuló en buena medida las prerrogativas de los conquistadores indios. Baste recordar los lamentos del cronista Fernando de Alva Ixtlixóchitl, bisnieto del homónimo rey texcocano que rompió la Triple Alianza y brindó un importante auxilio a los españoles cuando se aprestaban a tomar Tenochtitlan. A mediados del siglo XVII, Alva Ixtlixóchitl intentó defender sin éxito los derechos hereditarios de su linaje, de modo que, al menos en este caso sí se cometió el engaño negado por Camilla Townsend. En sus tajantes dictámenes y en los de Navarrete advierto un claro intento por minimizar la hazaña de Cortés y bajarlo del pedestal donde lo han puesto sus biógrafos peninsulares. La conquista de México no debería enorgullecer a nadie, pero es un tanto descabellado negar que Cortés tenía el mando de las fuerzas que derrumbaron el imperio mexica, pues previamente había derrotado a los tlaxcaltecas. Se ganó su obediencia después de haberlos sometido, con un liderazgo astuto que nadie puede regatearle, por detestable que haya sido y siga siendo la fanfarronería del imperialismo español. Argumentos tan bizantinos como éste confirman que la corrección política es incompatible con la objetividad histórica.
La reivindicación de los conquistadores indígenas tiene, sin embargo, un valor pedagógico indudable, que las autoridades educativas deberían aprovechar para mejorar los libros de texto, pues le quitaría un sambenito a los pueblos originarios que se aliaron con los españoles para defenderse de un imperio abusivo y cruel. Adoptar esa tesis ayudaría también a mitigar los efectos traumáticos de la conquista entre los sectores de la sociedad que tienden a victimizarse. Nada es más estéril y dañino para la psicología social que seguir atribuyendo todos nuestros males a una agresión imperialista ocurrida hace 500 años. Aunque la supervivencia del pasado en la idiosincrasia de México sea una gran fuente de riqueza cultural, necesitamos dar vuelta a la hoja en vez de fomentar un fatalismo retrógrado. La mentalidad de los oprimidos sólo cambiará sustancialmente cuando dejen de serlo (en eso tienen razón los indigenistas), pero reconocer que los antiguos mexicanos no sólo fueron conquistados, sino conquistadores, podría inyectar a sus descendientes una fuerte dosis de amor propio y permitirles identificarse con el bando que más les cuadre.
Enrique Serna