LUIS MIGUEL MORALES C.
La semiología de Ferdinand de Saussure nos ayuda a desmontar los fraudes artísticos más flagrantes de nuestros días. Según Saussure, el signo lingüístico es una moneda con dos caras: el significado o concepto y el significante o imagen acústica. El significante de los signos visuales no es acústico, sino gráfico o plástico, pero se volvería incomunicable si prescindiera del significado. Las vanguardias poéticas de principios de siglo (y las retaguardias que en la actualidad aplican sus preceptos a ciegas) quisieron renovar o embellecer el significante a expensas del significado y en las artes plásticas ocurrió lo contrario: el concepto devoró al significante. Ilustradores de ideas, los artistas conceptuales utilizan la imagen o el objeto como materiales didácticos. La creación, en su caso, es un mero apéndice de la teoría. Por eso en los museos de arte contemporáneo los cartelones explicativos ocupan más espacio que las obras. Sólo el espectador que tenga la paciencia o la ingenuidad de leerlos descubrirá el significado recóndito de una pinche escoba recargada en una pared.
Baudelaire fue un mago de la palabra, pero creía que las artes plásticas hablan solas y no requieren explicación alguna. De hecho, pugnaba por la delimitación de ambos lenguajes y en un arrebato de lucidez visionaria, presintió la declinación de las artes plásticas bajo el influjo de la exégesis erigida en dogma: “El día en que los pintores hayan perdido la ciencia y el arte de su oficio —pronosticó—, las teorías estériles comenzarán”. Por fortuna, el oficio artístico no ha decaído, pero sus enemigos lo demeritan, arrojándolo al desván de las antiguallas. En las grandes bienales del arte moderno, la combinación de un rico significado con un paupérrimo significante acapara los reflectores, pero como las modas dan vueltas en círculo, quizá en el futuro cercano un movimiento de ruptura reviente los infladísimos globos que pergeña el magnate Jeff Koons. Como los corredores de Bolsa arruinados por el crack del 2008, muchos coleccionistas descubrirán entonces el ínfimo valor de sus baratijas.
En la poesía, Mallarmé proclamó la muerte del significado al declarar su intención de convertir la palabra en un “abolido bibelot de inanidad sonora”, es decir, en música verbal o significante puro. Fue un poeta exigente consigo mismo pero su legión de imitadores, borrachos de libertad, se dedican desde entonces a explotar esa veta sin rigor alguno. La tentación de arrinconar o extinguir el significado seduce a infinidad de literatos, pues les facilita mucho su tarea. El gran poeta venezolano Eugenio Montejo deploró esa caída en la insignificancia, tanto en la literatura como en las artes plásticas: “Nuestro presente traduce a menudo el viejo combate contra el academicismo y la preceptiva estética en las expresiones más torpes y perezosas de una creación espontánea y desprovista de cualquier sistema de regulación interna. Si la libertad es total o nula, el sentido no existe. Innumerables son los artistas que ignoran hoy esta verdad, incontables los poetas que la desconocen”.
La tentativa de crear una poesía sin sentido o un sentido sin arte ha roto los vínculos entre el creador y su público. Las salas vacías de los museos y la endogamia de los poetas condenados a leerse entre sí delatan muy claramente la vacuidad de ambas revoluciones. La falsificación del talento consiste a menudo en sobrevalorar la espontaneidad a costa del rigor y el hermetismo a costa del significado. En ambos casos, el enemigo a vencer es la adquisición de destrezas, el esfuerzo creativo, la lucha por darle forma a la materia o por sacarle brillo a las palabras. En el fondo, los impostores con voluntad de poder pretenden negar que el trabajo perfecciona la sensibilidad o las potencias intelectuales. Por eso rebajan todo lo que ellos no pueden hacer al rango de artesanía. Y como los viejos parásitos de la aristocracia, fundamentan su delirio de superioridad en el hecho de haberle dado la espalda a ese plebeyo lazo de unión entre el artista y el común de los mortales. Así han logrado usurpar los sellos de prestigio, pero sus obras, si se les puede llamar así, dejan al descubierto su íntima derrota, pues no cautivan a nadie, salvo a los árbitros del gusto que las imponen en los museos.
Desde luego, en la poesía y en las artes plásticas puede haber ocurrencias geniales a las que se llega sin esfuerzo alguno, pero esos milagros ocurren siempre dentro del régimen del sentido, cuando un artista domina su oficio a la perfección. No decir nada con un léxico preciosista o supeditar el lenguaje plástico a una argumentación verbal ensancha infinitamente la libertad expresiva, pero no hay nada más estéril y gris que los resultados de esa indulgencia plenaria.
Enrique Serna*
*Autor de El vendedor de silencio