A mediados de abril, la embajada de México en Madrid organizó un ciclo de “Conversaciones trasatlánticas” entre escritores mexicanos y españoles, donde sostuve un diálogo con Juan José Millás sobre el arte del cuento. Para mi sorpresa, porque soy un perfecto desconocido en España, Millás me comentó que había leído de un tirón El vendedor de silencio en un vuelo de Madrid a México a su regreso de la última FIL de Guadalajara y señaló la coincidencia temática de mi novela con El hijo del chófer, la biografía de Alfons Quintà, otra figura emblemática de la corrupción periodística, publicada en España el año pasado. Su autor, el ensayista Jordi Amat, tuvo como yo la malsana curiosidad de investigar el proceso degenerativo que llevó a un periodista exitoso y respetado, que en sus años de gloria fue delegado de El País en Barcelona, a dilapidar su prestigio mediante el chantaje político y el contubernio con la oligarquía catalana.
Estudio psicológico y al mismo tiempo, radiografía del cuarto poder en la España de la apertura democrática, la biografía de Amat exhibe la red de intereses que restringe la libertad de expresión en la prensa española, incluso en los diarios y noticieros que más se precian de su autonomía, cuando los escándalos periodísticos pueden arruinar carreras políticas o negocios de alto calibre. Pero en un terreno más íntimo, El hijo del chófer (acentúo la palabra en la o porque así se pronuncia en España) cuenta el drama personal de un hijo resentido con su padre, que nunca pudo superar un déficit afectivo y aprendió desde la adolescencia a utilizar la información como un arma parricida.
Un incidente retrata de cuerpo entero al canalla en ciernes: el padre de Alfons, Josep Quintà, era chofer de Josep Pla, el célebre autor del Cuaderno gris, un miembro de la alta burguesía catalana que se codeaba con grandes figuras de la política y las finanzas. El chofer de Pla asistía a esas reuniones, a las que a veces lo acompañaba el pequeño Alfons, tomando nota de todo lo que oía. A los dieciséis años, Alfons quiere obtener una beca para estudiar en Estados Unidos, pero su padre se niega a firmar la solicitud de su pasaporte. Indignado, Alfons envía una carta a Pla, amenazándolo con revelar a la policía política del franquismo los encuentros que ha sostenido en Perpignan con Josep Tarradellas, el presidente de la Generalitat en el exilio, si no consigue doblegar la voluntad de su padre.
Aunque ese intento de chantaje fue un fracaso, desde entonces afloró la catadura moral de Alfons. Más tarde, cuando ya era un periodista famoso, logró una extorsión mucho más redituable: la que puso en jaque a la Banca Catalana y a su principal accionista, el padre de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat en los años 80 y 90. Tras haber revelado en El País los desfalcos multimillonarios que había cometido el grupo financiero de la familia Pujol, Quintà vendió su silencio a cambio de un importante puesto: la dirección de TV3, el canal estatal de Cataluña. Aunque un artículo de Quintà le habían costado la vida al padre de Pujol, que murió de un infarto al leerlo, Jordi antepuso el interés a los sentimientos y prefirió cooptarlo que cobrar venganza. Las mafias de cuello evitan con pulcritud los desenlaces cruentos de las tragedias shakesperianas: les basta con matar la credibilidad de un enemigo.
Cuando un periodista se calla lo que sabe a cambio de prebendas, comienza a chapotear en el pantano que antes denunció. Como Carlos Denegri, Quintà dio ese vuelco a temprana edad, pero la principal semejanza entre ambos es la misoginia y el despotismo en el trato con sus parejas. En la juventud, Quintà persiguió a una de sus novias pistola en mano por la escalera de un edificio y vejó a varias subordinadas cuando era director de la televisora. En 2016, tras haber sometido a su esposa Victoria Bertran a una prolongada tortura psicológica, la asesinó con una escopeta y luego se pegó un tiro. Al parecer, el poder mediático exacerba a grados patológicos el machismo de los periodistas venales, en especial cuando lo han perdido.
En el epílogo de su excelente biografía, Jordi Amat cuenta que al escribirla lo asaltó “el temor de embrutecer de sordidez mi conciencia y la del lector”. Para abrigar ese temor tuvo que haber logrado una profunda compenetración emotiva con su objeto de estudio, pero eso no lo convierte en un biógrafo amarillista, pues investigar los orígenes de la maldad, como lo hicieron casi todos los clásicos de la novela y el drama, no es una tarea literaria de segundo orden, aunque la conclusión de esa búsqueda pueda ser amarga o desmoralizar al lector. Como decía Kafka: “Necesitamos libros que nos muerdan y nos arañen. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros”. A ese linaje de libros pertenece El hijo del chófer.
Enrique Serna