Luis Miguel Morales C.
En los últimos años ha cobrado fuerza una corriente de opinión que busca ofrecer a los adolescentes con “disforia de género” (el sentimiento de no pertenecer al propio cuerpo), la posibilidad de cambiar de sexo mediante cirugías y bloqueadores hormonales. En los países ricos de Occidente, el éxito de esta ofensiva ideológica ya se refleja en las estadísticas hospitalarias. Las clínicas de Suecia, por ejemplo, sólo atendían 10 casos al año en 2010, pero a partir de 2017 atienden más de 200. En Francia, el Centro Intersectorial de Acogida para Adolescentes registró un aumento similar: de 10 solicitudes al año en el 2010 a 10 mensuales en 2020. En el Reino Unido se realizan ya más de 2 mil cirugías de “reasignación de género”. En Noruega y España, los mayores de 16 años ya no necesitan autorización de sus padres para cambiar de sexo.
Aquí sólo pueden solicitar esos tratamientos los mayores de edad, pero como la propaganda a favor de una metamorfosis más temprana es muy intensa en las redes sociales, algunos adolescentes presionan a sus padres para que los lleven a operarse fuera de México. Los partidarios de la transformación precoz argumentan que la cirugía y el bloqueo hormonal tienen mayores posibilidades de éxito entre los menores de edad. Se presenta entonces un dilema ético y jurídico: ¿Un ciudadano a quien la ley niega el derecho al voto puede tener la lucidez necesaria para tomar una decisión tan difícil sobre su cuerpo? ¿No sería más prudente prolongar varios años las evaluaciones de cada paciente (hoy en día sólo duran seis meses), para evitar fatales arrepentimientos?
Como en la actualidad, cualquiera que se oponga a banalizar los riesgos de convertir estas cirugías en moda es objeto de linchamientos en la arena pública, muchos liberales prefieren eludir el tema, para evitar que los fanáticos del bisturí les endilguen un sambenito. Por fortuna, varios especialistas entrevistados en el documental sueco The Trans Train, disponible en YouTube, tuvieron el valor civil de correr ese riesgo (de ahí proviene la información arriba citada). Según la doctora Anne Waehre, del Hospital Universitario de Oslo, el 60 por ciento de las muchachas que solicitan cambio de sexo en Noruega tiene problemas mentales complejos: depresión severa, stress postraumático, espectro autista, síndrome psicótico, etc, y sin embargo, las clínicas comienzan a suministrarles testosterona sin tomar en cuenta ese cuadro clínico. En opinión de Waehre, la reasignación de género no resuelve sus conflictos y para colmo agrava la desconexión con sus cuerpos. El documental ejemplifica esas consecuencias con el testimonio de Sametti, una estudiante que cambió de sexo en 2017, cuando atravesaba un periodo de baja autoestima. Sametti perdió los senos, trocó su vagina por una prótesis similar a un pene y ahora tiene voz de varón, pero se sigue vistiendo de mujer y recuerda con nostalgia su cuerpo femenino.
Estoy a favor de que puedan cambiar de sexo los mayores de edad, siempre y cuando no padezcan trastornos mentales al tomar esa decisión. Cualquiera es libre de elegir su camino a la felicidad, por escarpado que sea. Pero a mi juicio, el movimiento transgénero recicla sin darse cuenta una vieja dicotomía de la moral judeocristiana: la separación del alma y el cuerpo. Creer en la existencia de espíritus prisioneros en cuerpos ajenos, como los exorcistas de la Edad Media, no conduce necesariamente a una mayor liberación sexual, ni a una vida más placentera: esa discordia es el fundamento de todas las represiones. ¿No se debería intentar primero que el paciente con disforia de género acepte su cuerpo? ¿Cómo puede saber un quinceañero si el rechazo de sus órganos genitales es permanente o efímero, cuando su personalidad no se ha definido aún? El alma no es una entidad inmutable: cambia muchas veces en el transcurso de la vida y la persona que reniega de su género en la adolescencia quizá puede reconciliarse con él en la juventud.
Antes de mandar a los adolescentes al quirófano, los terapeutas deberían estimular su capacidad de desdoblamiento para vivir ficciones. El anhelo de saltar a la acera de enfrente no es privativo de los transexuales: yo mismo he sucumbido a él infinidad de veces, como la mayoría de los escritores. El travestismo literario del siglo XIX produjo obras maestras como Madame Bovary, Ana Karenina o Fortunata y Jacinta, porque sus autores dejaron en libertad a las mujeres que llevaban dentro. Lo mismo han logrado, en sentido contrario, escritoras como George Eliot, Marguerite Yourcenar, Patricia Highsmith y Elena Garrro. Las mentes creativas pueden mudar de género sin someterse a cirugías irreversibles. Un poco de imaginación, criaturas: hay alternativas menos cruentas que la jarocha para cambiar de sexo.
Enrique Serna