Sociedad

Hasta el apetito perdió

La casa tuvo gran variedad de pobladores gracias a la iniciativa de doña Urbelina para abrirle la puerta a perros lambrijos y gatos con tiricia que ablandaban su corazón o el de Tanilo, su marido o el de sus retoños, proclives a criar mascotas varias: lo mismo ranas que culebras de agua, sapos, pollos, gallinas, periquitos australianos, gallos, chivos, guajolotes, conejos, canarios, lagartijas, ratones –grises o albinos– y perros, borregos, calandrias que le alegraban el día con sus trinos…

Los canarios ocuparon lugar especial en casa, y segundos en su preferencia fueron los conejos, que además le brindaban productos que al venderlos en algo aliviaban las carencias cotidianas: carne, zaleas, excremento de gazapo que, seco y pulverizado, nutre la tierra de las macetas.

En primavera doña Urbe le ganaba tiempo al tiempo para dedicarlo a los canarios y verdines. Compraba una estructura de alambre hemisférica y la forraba con trapos y algodón hasta formar el nido, que acomodaba en cada jaula para que las parejas de aves tuvieran dónde depositar los huevecillos, que empollaban alternándose para brindarles calor hasta que rompieran el cascarón; luego deponían en sus picos las semillas de nabo, alpiste y avena, vueltas pasta para nutrirlos.

Apenas emplumaban las crías, doña Urbe las separaba (hembra y macho), las “casaba” para que se reprodujeran y luego vendía las nidadas entre sus amistades, afectas a combatir el silencio de sus patios con el intenso gorjeo de las aves.

Gozaba doña urbe la diversidad de actividades que la cría de aves cantoras le brindaba. Mantenía muy limpias las jaulas; en invierno las cubría con un cobertor para que el frío no las diezmara; durante la crianza aislaba al macho para que no asesinara a los polluelos, celoso por la atención que de la hembra le robaban; les brindaba alimento libre de basura, para que no se atragantaran con piedrecillas o pajas. De entre los placeres que su vida le prodigaba, prefería el de los trinos.

–Pero oye, amiga –dijo Alfonsa, su amiga, sirvienta en la Anzures–: te quitan mucho tiempo los pajaritos; tengo una amiga que los vende en almacenes de Polanco. Deshazte de algunos y te haces de un dinerito para mantener tu gusto.

A duras penas logró convencerla para que le diera varias parejas; a cambio recibiría de su amiga el dinero: “Pero fíjate a quién le vendes, para que los consientan como yo, que les hablen bonito, que los atiendan como es debido y los chiqueen. Ellos agradecen con su canto, de veras…”

No le fue fácil desprenderse de las primeras parejas de canarios y verdines; gruesas lágrimas escurrieron por sus mejillas cuando las entregó. Hasta el apetito se le fue. Porque la parvada advirtió las ausencias y disminuyeron los gorjeos.

–Es que también sienten –escuchó Alfonsa la queja de su amiga–. No cantaron como siempre. Extrañaron a Botas y a Pirrín, los más alegres. A mí se me hizo un hueco en la boca del estómago.

–Tienes corazón de pollo, amiga. Pero a ver si estos centavitos te consuelan. Y ai tú decides: me encargaron otras dos parejitas. Y el dinero no abunda en estos tiempos. Y tú con tantos animalitos. Quiérete un poco, que la vida es corta…

Emiliano Pérez Cruz


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