Emiliano Zapata en un pueblo ubicado hasta lo último de la tierra hidalguense, en la frontera con Tlaxcala. Ahí nació Rosita Contreras, a la que por el amor y la dedicación que le tiene a su pueblo, muchos despistados, entre sus compañeros de “casas de cultura”, le llaman Rosita Zapata. Más de uno se ha sorprendido al saber sus verdaderos apellidos. Y es que cuando uno elige por oficio servir a la patria chica, el nombre del terruño es también el nombre de todos los horizontes hacia los que encaminamos los pasos seguros.
Siendo presidente municipal de Emiliano Zapata, el Lic. Fernando Hernández Ramírez, prospera la idea añeja de crear una Casa de la Cultura para brindar a los habitantes del lugar, actividades artísticas y culturales. Después de las gestiones necesarias, la Casa de la Cultura comienza sus actividades a principios del mes de junio de 1990, en las instalaciones del DIF municipal. En 1991, después de un año de trabajo, se trasladan los talleres a la obra negra de la casa, que sería inaugurada oficialmente, el 22 de enero de 1992, por el entonces gobernador del estado, Lic. Adolfo Lugo Verduzco; y presidente municipal, don Evencio López Espejel. La coordinación desde entonces, ha estado bajo la mano pródiga de Rosa Contreras Atitlán.
Rosita pertenece a una generación de gestores culturales en Hidalgo que, contra viento y marea, han mantenido a flote el barco de las culturas municipales en nuestra entidad. La conocí hace 20 años, y siempre que la miro, veo a la guerrera incansable de aquel lejano ’94, cuando en el edificio de la antigua Biblioteca Central, en Río de las Avenidas, el buen Cherokee, Arturo Herrera, convocara a los directores municipales de cultura, a un taller de actualización. Ahí estaban también otros memorables que de algún modo siguen resistiendo desde sus espacios, los embates de sexenales y trieniales que, de vez en vez, amenazan con desplazarlos del lugar que se ha convertido, por mucho, no sólo en su casa, sino en su principal horizonte de tierra y sangre.
En ese abril o marzo (mi memoria ha comenzado a hacer agua por todos lados) del ’94, las gestiones municipales tenían poco tiempo de haber iniciado, por lo que la entidad estatal de cultura, juzgó conveniente juntarnos para conocernos a los nuevos y reafirmar sus vínculos con los que como Rosita, ya tenían un rato ejerciendo esta dura tarea de promoción en los municipios. Recuerdo con mucha nostalgia y emoción aquellos días. Ahí estuvieron también, Abel Pérez de Actopan, Herlindo Corona de Zacualtipán, Claudia Valencia de Villa de Tezontepec, Huri Guadalupe Portillo de Ixmiquilpan, Don Cuquito Sobrevilla de Tula y varios más que formaban un grupo de tercos y, muchas veces, heróicos servidores (que sí servían) del pueblo para el trabajaban.
Los coordinadores y directores de las casas de cultura en el estado, han sido casi de constante, relegados al último de la cola en materia de salarios y atenciones por parte de sus superiores, pero he sido testigo cómo a pesar de eso y más, nada los detiene, y han incluso puesto de su raquítica bolsa, para que las actividades de arte y cultura en sus municipios, permitan que la gente para a la que sirven, pueda abrevar del saber y del gozar que sus afanes ofrecen. Rosita es de esta madera, de la que están construidos los que por vocación sirven a su gente.
En Hidalgo ponderamos la obra y la gloria de los artistas consagrados, de los premiados y de uno que otro moustro sagrado (que tienen más de moustros que de sagrados, en realidad), pero guardamos un sospechoso silencio sobre la labor decidida de los obreros de la cultura que, como Rosita, levantan y sostienen desde la base, mucho de lo mejor de lo que somos.
Decía Rodolfo Usigli que un pueblo sin teatro es un pueblo sin verdad; Rosa Contreras Atitlán, nos confirma desde su ejemplo que agradezco, que un pueblo con teatro, música, danza y todo aquello que encuentra génesis y refugio en las casas de cultura, es un pueblo con verdad que apuesta por un futuro donde la gente pueda decir lo suyo, lo urgente, lo necesario para construir un espejo para contemplarse y comprenderse, una ventana para mirar al mundo con ojos abiertos, un ropero sin llaves para guardar el pasado y una sala donde la palabra fluya entre los convidados a la mesa donde se parta el pan bueno de un pueblo que canta y aguanta.
Jamädi…