Cultura

Sobredosis de inocencia

A pesar de haberla esperado con mucha anticipación y verla el día de su estreno, no me gustó Licorice Pizza. Por supuesto que tampoco me parece una mala película, y Paul Thomas Anderson es uno de mis directores favoritos. Vicio propio, Magnolia y The Master me parecen espectaculares. Considero a Boogie Nights y Petróleo sangriento buenísimas también, al igual que el corto realizado con Thom Yorke, Anima. De ahí que lleve este tiempo pensando qué fue lo que no me agradó, y creo que la respuesta tiene una parte que ver con la película como tal, y otra más bien con temas vinculados a la actualidad.

De lo primero, creo que el problema es que ni la pareja de personajes principales ni los excéntricos famosos que los rodean terminaron de convencerme. Entiendo que al ser una historia de amor y no de desolación no pueden ser los freaks que pueblan la obra de Anderson, pero supongo que entonces me parecieron un chico y una chica demasiado gringos, con los habituales sueños de dinero y fama y de hacer todo lo necesario para obtenerlos, y ser un poco miserables en el proceso. Los personajes de Sean Penn, Tom Waits y Bradley Cooper parecen existir más como cameos paródicos de la fama de los actores que otra cosa, y en la exageración que los define adquieren para mí un tono más de caricatura que propiamente de sátira.

Y después, al pensar las razones por las cuales la película está escenificada en los setenta no encontré ninguna más que las hermosas posibilidades de ambientación y de soundtrack que ofrece, que desde luego son en sí una magnífica razón, como entorno para una historia de amor juvenil y la inocencia perdida y demás. (También se ha comentado que, al situarla en el pasado, Anderson pretendía alejarse de la corrección política y moralidad feroz que forzosamente definiría a los equivalentes actuales de sus personajes, cuestión que de ser cierta se comenta sola, no en referencia a la película, sino a nuestra actualidad). Pero aquí se entra peligrosamente en el tema de la nostalgia que tanto aqueja al mundo del rock, y se cae en mi opinión en una especie de glorificación que hace Hollywood de sí mismo y de una de sus muchas épocas doradas, similar a lo que hizo Tarantino en Érase una vez en Hollywood, sólo que en ese caso el giro mansoniano de la historia proporciona una razón específica para que la película se desarrolle en esa época. En cambio en este caso parecería como si la inocencia de la historia quisiera reforzarse con la inocencia de la época (con el joven político idealista que se ve forzado a permanecer en el clóset o la intolerancia de la familia judía de la protagonista como contrapuntos sofocantes de la pureza), y después con las reseñas y tuits que alaban la inocencia de la historia y la inocencia de la época, con lo cual experimentamos una sobredosis de inocencia, que más que glorificación del pasado termina por ser un comentario de un presente que, como dijo Mark Fisher, aparece más como reliquia exhausta que como posibilidades de futuro.

Es fácil imaginar las fiestas después de que Licorice Pizza gane el Óscar, donde las celebridades se congratulen y compartan en redes sociales la alegría por el triunfo de una historia sencilla, inocente, sobre the good old days californianos y hollywoodenses. No como ahora, se comentará, con los blockbusters de superhéroes y la presión incesante de las redes sociales y etcétera, etcétera…

Eduardo Rabasa

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  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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