Vivimos en una época donde el discurso y la discusión públicas están mucho más determinados por las emociones que por las ideas, que incluso son vistas con cierta sospecha. La experiencia subjetiva de la rabia, el odio, el dolor, constituye la raíz de buena parte de lo que se enuncia en la arena pública, y no es sorprendente que en general se viva bajo una especie de guerra perpetua de todos contra todos, donde literalmente a diario existe un nuevo pleito o intercambio de insultos al cual dedicar nuestra atención. Sin embargo, el imperio de las emociones no es tan subjetivo ni novedoso como parecería, pues parecería tener bastante de automático, como fenómeno de estímulo-respuesta, y en ese sentido incluso de maquinal. En realidad se asemeja bastante a lo descrito por Orwell hace más de setenta años en su ensayo clásico “La política y el idioma inglés”:
“Cuando uno ve a un exhausto tipo repitiendo mecánicamente las frases familiares (…) se tiene la curiosa sensación de no estar viendo a un ser humano, sino a una especie de robot (…) Alguien que usa ese tipo de fraseología va de camino a convertirse en una máquina. Los sonidos apropiados salen de su laringe, pero su cerebro no está involucrado como sucedería si eligiera las palabras por sí mismo. Si el discurso que pronuncia se repite una y otra vez, es posible que sea inconsciente de lo que dice, como sucede cuando se pronuncian las respuestas en la iglesia. Y este estado de conciencia reducido, si no es indispensable, al menos sí es conducente al conformismo político”.
Quizá la principal diferencia sea que en lugar de frases hechas ahora predominan las emociones hechas, y los grandes demagogos de la política, empresariales o mediáticos son sumamente diestros para saber qué botones apretar para producir los efectos deseados. Y de ahí que personajes que parecerían más bien súper villanos de cómics ocupen un lugar central en casi todos los rubros de la vida pública, y logren seducir —muy a menudo ganando adeptos a través de la rabia y del odio— a votantes, usuarios y consumidores de noticias por igual, incluso por millones, como es necesario para que accedan al poder por la vía electoral, o para continuar operando las plataformas virtuales a las que voluntariamente les concedemos unos niveles de intromisión inmensos en nuestras vidas cotidianas. Y es que como bien advirtió Orwell, si hiciéramos un análisis del discurso que predomina a gran escala, no encontraríamos en general ningún atisbo de pensamiento, sino simplemente el regurgitar automático de frases huecas, a menudo irrealizables (el muro de Trump, por ejemplo), cuya única función es suscitar las emociones y la adhesión que persiguen. Pero por desgracia también a veces la reacción tiene algo de automático, pues como decía recientemente la filósofa Wendy Brown, la izquierda tendría que hacer algo más que meramente reaccionar con horror a las barbaridades por las que pugna la extrema derecha de la época.
Y lo que parecería ser igualmente cierto es que el carácter automático de los discursos en competencia conduce al conformismo político, pues difícilmente se escucha alguna idea o propuesta novedosa, y más bien el reciclaje de las mismas discusiones opera en la realidad como una especie de principio gatopardiano, donde entre más se grite y se destile bilis colectivamente, esa realidad que a nadie le gusta pero de la que tampoco nadie sabe cómo empezar a escapar, siga siendo exactamente igual.