Durante la huelga de la UNAM de 1999, un amigo que estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras estaba sumamente inmerso en el paro. En una ocasión disertaba sobre qué debía hacer en el caso de que, como finalmente sucedió, la policía entrara a Ciudad Universitaria a desalojar a los estudiantes que tenían tomadas las instalaciones. Persona no violenta por naturaleza, se preguntaba si era su deber ejercerla contra la policía, para continuar defendiendo la gratuidad de la educación pública superior, pero al mismo tiempo le asaltaban las dudas relacionadas con el hecho de que el hipotético agente a quien agrediera probablemente tenía más en común con él que las autoridades que lo enviaban al desalojo. Sin embargo, para mi amigo se trataba de un gatillero de su enemigo, el Estado, y en esa medida concluía que era legítimo defenderse de manera violenta.
Hace poco otro amigo relataba el caso de un conocido que, en un movimiento de defensa del agua de manantial del poblado urbano donde habitan en la CdMx, había asestado un golpe con una piedra a uno de los policías que cargaban contra el movimiento, y se encontraba prófugo pues además había sido captado por cámaras de televisión.
Pensaba en estos casos a propósito de la reciente absolución del adolescente estadounidense Kyle Rittenhouse, quien mató durante una protesta racial a dos personas (blancas como él) en la ciudad de Kenosha, Wisconsin. En términos generales, la absolución se fundamentó en el argumento de la defensa propia y que Rittenhouse temía por su vida al ser perseguido por manifestantes, por lo que los homicidios finalmente no sólo no tuvieron consecuencias legales, sino que lo han convertido en una especie de celebridad entre círculos conservadores, con entrevistas en cadena nacional y ofertas de trabajo de congresistas republicanos.
Es casi un axioma que el Estado no posee ya el monopolio de la violencia, como muestra el fenómeno del narcotráfico y distintas organizaciones paramilitares, incluidas las autodefensas, que en la práctica tejen un complejo ecosistema de subsistemas de violencias, que los pobladores de las regiones correspondientes comprenden a la perfección, como si fuera la propia ley escrita. Así que quizá de ahí lo más inquietante del doble estándar según de qué lado de la protesta se encuentre uno, pues el caso de Rittenhouse parecería decir que en Estados Unidos, los grupos que consideran que deben empuñar las armas por mano propia para garantizar la ley y el orden (cuestión de por sí muy discutible) parecerían contar con la sanción judicial para así realizarlo. Es en el fondo el mismo argumento que en países como México minimiza la violencia a partir de la estigmatización de las víctimas, o del escándalo que suscitan los actos de vandalismo por ejemplo en las marchas feministas, como si, de nuevo, la idea de la ley y el orden estuviera por encima de la violencia específica en términos raciales, de género, etcétera.
Se trata en el fondo del reciclaje de la muy añeja duda que atormentaba a Antígona en cuanto a si debía hacer caso a las leyes de los dioses o a las de los hombres, sólo que ahora los dioses que atentan contra la ley y el orden son el derecho a la educación, al agua, a la no discriminación, etcétera. E igual que en el drama griego, sigue estando claro de qué lado del dilema se pronuncia el aparato de justicia y el establishment cultural.
Eduardo Rabasa