Cuando anunciaron la pelea, muchos rieron. Dijeron que otra vez se iba a inventar un regreso, que otra vez no iba a entrenar, que otra vez iba a llegar atiborrado de excusas. Que todo iba a ser un circo, que ya no le creía ni su padre...
Ya se sabe que el boxeo, a veces, es eso: la posibilidad de ver caer a otro para olvidarnos de nuestras propias caídas.
Pero la noche del sábado en Anaheim, Julio César Chávez Jr. volvió a hacer lo que pocos esperaban tras una profunda crisis depresiva que casi lo lleva a la muerte: subirse al ring sobrio, entrenado y sin pretextos para volver a pelear.
Del otro lado estaba Jake Paul, un boxeador armado por algoritmo, con un cuerpo que es un pitch deck: entrenado, definido, sin cicatrices y con un rostro cuidadosamente diseñado para ser captado en plano medio HD. Un boxeador de cifras, de clics, de entrenamientos documentados en cámara lenta.
Era una pelea entre un boxeador gringo que no suda —brilla— y produce contenido arrogante versus otro boxeador mexicano que llega con sangre, historia, cicatrices y fama de ser un caso perdido.
Luego pasó lo pronosticado en las apuestas del día anterior: el hijo del campeón perdió. Chávez Jr., con 54 victorias, 6 derrotas, 1 empate y una cantidad no menor de derrotas morales fuera del ring, perdió contra alguien que representa el triunfo del branding, del coach mental, del dominio de la imagen, del timing de TikTok. Perdió por decisión unánime. Y a nadie sorprendió.
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Julio César Chávez padre ha sido muchas cosas que apreciamos: boxeador fuera de serie, símbolo nacional, adicto recuperado, comentarista frontal. Pero esa noche me tocó ver a un padre apoyando a su hijo.
El ídolo había sido, en distintos momentos, el mayor crítico de su hijo. Y con razón. En un país como México, donde los apellidos pesan más que las convicciones, y donde la sombra del padre suele anular al hijo, lo que hizo Chávez Jr. en Anaheim fue un acto de afirmación: "Soy yo. No soy mi padre... pero tampoco soy lo que creen que soy".
El hecho de que el padre —crítico público de su hijo— estuviera presente, lo acompañara, y al final declarara sentirse orgulloso, fue un acto de relegitimación simbólica. Chávez Jr. se levantó de donde muy pocos regresan: la adicción, el hartazgo, la derrota emocional, el escarnio. No ganó, pero se hizo digno ante los ojos de cierto público que ya no esperaba de él más que memes, espectáculo degradado.
Quizás no solo se trataba de ganar el combate. Se trataba de volver a dar pelea. De estar. Y Chávez Jr. estuvo. Perder, esta vez, no fue hundirse más. Fue lo contrario: hacerse cargo del propio cuerpo, de los propios errores, del propio destino delante de su familia y de su padre. Fue recuperar el control sobre algo mínimo: el respeto de uno mismo.
Hay boxeadores que ganan y nadie los recuerda. Y hay noches como la del sábado pasado en Anaheim, en las que perder —incluso contra un odioso payaso de los nuevos tiempos— puede ser un triunfo íntimo. Eso, en este mundo que devora a los caídos, es una victoria sagrada. ¿No vale acaso una derrota así más que mil victorias huecas?