La Presidenta vive moviéndose cuidadosamente en los estrechos espacios que le dejan las presiones, tensiones y amenazas que le llegan de múltiples frentes. Se dirá que es lo propio de su función, pero lo cierto es que en comparación con presidencias anteriores lo suyo parece un ejercicio de alto funambulismo.
Durante muchos meses, de una y otra forma, se ha discutido en medios y tertulias si la Presidenta ganaba, perdía o era asfixiada por el abrumador peso que le habían heredado, la desconcertante y errática presión del presidente Trump, y la deslealtad de muchos de sus compañeros de movimiento.
Nada es definitivo, no lo puede ser en esta inestable y apretada situación, pero es un hecho que la Presidenta sale de este verano fortalecida.
Lo primero: quienes más han cuestionado su liderazgo desde las filas de la 4T, los que le fueron impuestos por López Obrador como parte del arreglo para la sucesión, han visto su reputación seriamente afectada en las últimas semanas. El caso más evidente es, desde luego, el de Adán Augusto López, quien, en un símil perfecto con el tan odiado por los morenistas, Felipe Calderón, puso a un secretario de seguridad en su gobierno que resultó, nada menos, que líder de la banda criminal que ha bañado de sangre a Tabasco.
Monreal y Noroña no se han quedado atrás. Su gusto por los lujos, no ilegal pero sí incompatible con el voto de austeridad presumido por Morena, los ha ido progresivamente debilitando y dejando sin autoridad moral. (En una encuesta reciente, el 44% de los interrogados considera que la corrupción es la principal falla de un movimiento político, que fue creado y promovido por Andrés Manuel como medio para purificar la vida pública del país). En medio de esto, la Presidenta, a la que no se le puede reprochar ningún lujo, ni frivolidad, sale fortalecida como figura y reserva moral de un movimiento herido por la borrachera que el poder produjo o reveló en muchos de sus elementos.
Lo segundo, el manejo que le ha dado la Presidenta a la inmensa presión que ejerce Donald Trump sobre nuestro país, le ha generado, paradójicamente, espacios y oportunidades para asentar su autonomía y autoridad. Trump ha hecho que pese sobre el gobierno de Sheinbaum una doble amenaza, ambas creíbles y potencialmente devastadoras: por un lado, que modifique o nulifique el acuerdo comercial con nuestro país, sobre el que descansa, desde hace treinta años, nuestro modelo de desarrollo, y, por el otro, la posibilidad de que recurra a una acción armada en nuestro territorio para golpear a los grupos criminales. Una intervención de este tipo sería una afrenta demoledora para el país, para la Presidenta y para su movimiento.
Entre su convicción de luchar frontalmente contra el crimen, de la que dejó evidencia durante su gobierno en la Ciudad de México, y la necesidad de evitar a toda costa una intervención directa de Estados Unidos, la Presidenta ha encontrado la oportunidad para marginar (Pablo Gómez) y callar a quienes desde su movimiento abogaban por más de lo mismo, o sea, nada, en materia de seguridad.
No es mujer de grandes gestos y menos de acciones estridentes, pero con sus formas: pausada, constante y estoica, parece estarse sacudiendo, lo que se veía desde afuera, que la habían dejado maniatada. Ya veremos.