Adán Augusto López dice que no sabía que su secretario de seguridad Hernán Bermúdez Requena era el líder del grupo criminal que operaba en el Estado que él gobernaba. Esto, a pesar de que en el Ejército sí lo sabían y que, según el actual gobernador de Tabaco, era vox populi que Bermúdez era el líder criminal del Estado.
El almirante José Rafael Ojeda Durán, secretario de la Marina durante el gobierno de López Obrador, no sabía que sus sobrinos, Manuel Roberto Farías Laguna y Fernando Farías Laguna, operaban, dentro de la Marina, una red que se dedicaba al contrabando ilegal de combustibles (no le hemos escuchado decirlo de primera mano, pero otros se han encargado de transmitírnoslo). Esto, a pesar de que, para que la red pudiera operar, los sobrinos incidieron exitosamente en el nombramiento, ascenso, traslado y despido de muchos marinos y en múltiples áreas.
Felipe Calderón no supo que Genaro García Luna se enriqueció a costa del erario, que encarcelaba inocentes para “resolver casos”, ni que tuvo relación con grupos criminales. Y esto, a pesar de que, entre otros, el comandante de la Policía Federal, Javier Herrera Valles, le escribió, al inicio de su gobierno, denunciando que García Luna estaba contratando personal que tenía vínculos con el crimen organizado, que no pasaban los controles de confianza y que incurría en múltiples irregularidades administrativas.
Jorge Romero, hoy presidente nacional del PAN, no sabía que cuando era alcalde de la Benito Juárez, dos de sus subalternos, el director jurídico, Luis Vizcaino Carmona y, su director de obras y desarrollo urbano, Nicias René Aridjis, se enriquecieron asociándose con empresas constructoras a las que les permitieron: construir en zonas que no tenían uso de suelo, hacerlo sin tener permisos de construcción y que levantaran niveles extras no permitidos. Esto, a pesar de que organizaciones vecinales, como el Consejo Coordinador Vecinal, fueron documentado cada atropello y denunciándolo ampliamente.
Nadie, sin pruebas, los puede acusar de estar mintiendo. Quizá, efectivamente, no lo sabían. Lo que es sorprendente —por decir lo menos— es que después de haberse equivocado al escoger a sus colaboradores, de no haber sido capaces de escuchar las voces que les advertían lo que estaban haciendo esos colaboradores, y de que eso se haya traducido en afectaciones serias para las colectividades que tenían a su cargo, piensen que pueden seguir, y sigan, sus carreras políticas como si nada. Adán Augusto no ve razones para renunciar a la coordinación de los senadores de su partido; Jorge Romero pasó de esa pésima gestión local a encabezar el PAN a nivel nacional (hoy ocupa el mismo cargo que tuvo un político de la estatura moral de Luis H. Álvarez).
No sólo existen las responsabilidades jurídicas, las hay también (debería haber) políticas y éticas, como lo señaló Arturo Zaldívar, en su famosa recomendación sobre el caso de la guardería ABC. ¿Por qué tendríamos que confiar en ellos para un nuevo cargo si nos han demostrado su incompetencia? ¿Por qué sus partidos los encuentran aptos y les encargan nuevas e importantes tareas?
Nadie pide que se suiciden de vergüenza como los políticos de Corea del Sur, pero un poco de decoro, de humildad, quizá dar una explicación, ofrecer una disculpa. ¿Será mucho pedir?
Nos urge una cultura de la responsabilidad.