El reciente despliegue militar estadounidense en el Caribe, con tres buques y 4.000 soldados, confirma que la llamada guerra contra las drogas sigue siendo el pretexto favorito de Washington para justificar su presencia armada en América Latina. La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, aseguró que Donald Trump está “preparado para usar todo su poder” contra el narcotráfico, una frase que suena más a guion de campaña que a política exterior seria. En realidad, la movilización de tropas no es sólo un movimiento geopolítico frente a Venezuela, sino también un mensaje hacia el interior de EE.UU., en vísperas de las elecciones intermedias de 2026. Como en la Guerra Fría, América Latina vuelve a ser el escenario en el que se representan gestos de fuerza diseñados para ganar votos en Florida o Texas, muy lejos de aportar soluciones en nuestros territorios.
La lucha contra el narcotráfico nunca ha sido más que una excusa para intervenir en nuestra región. Bajo esa bandera, Washington ha instalado bases militares, desplegado tropas y moldeado las políticas de seguridad nacional de varios países a su conveniencia. Estados Unidos vende la idea de que su única preocupación es la seguridad, mientras al mismo tiempo provee el armamento necesario para defendernos del mal, llámese comunismo, cárteles de droga, capos o guerrillas. La receta siempre es la misma: militarización, subordinación y negocio. El Plan Colombia, la Iniciativa Mérida en México o la actual operación en el Caribe responden a la misma lógica de mantener a América Latina bajo tutela militar, disfrazando la intervención como ayuda contra un enemigo de mil cabezas que no tiene fin.
Un ejemplo claro de este patrón es la decisión de elevar a 50 millones de dólares la recompensa por el presidente Nicolás Maduro. No es la primera vez: en 2020 fueron 15 millones, en 2025, 25 millones. Ninguna de esas recompensas produjo resultados concretos. Subir la cifra no cambia nada en lo operativo. El anuncio tampoco se hizo en un tribunal internacional, sino en redes sociales, como si se tratara de un spot electoral. En el fondo, no es una medida con capacidad real de ejecución, sino un acto destinado a reforzar la narrativa de “mano dura” ante el electorado estadounidense, sobre todo en estados con diásporas cubanas y venezolanas.
La etiqueta de “narcodictadura” tampoco es nueva: Washington la ha aplicado antes en América Latina a presidentes incómodos para sus intereses. Se trata de una estrategia de deslegitimación que convierte al adversario político en criminal internacional. En el caso de Maduro no existe evidencia pública verificable que lo vincule directamente con operaciones de narcotráfico. Se dice que un cargamento “está relacionado” con Venezuela o con redes asociadas al gobierno, pero nunca se han mostrado documentos, testimonios o estructuras financieras que lo incriminen directamente.
Lo más contradictorio es que, mientras se ofrece dinero por la captura de Maduro, Washington autoriza a Chevron a operar en Venezuela. La petrolera estadounidense volvió con fuerza en 2023 y hoy exporta crudo venezolano vital para el mercado energético de EE.UU. Es decir, el mismo gobierno que ofrece recompensas millonarias por el presidente venezolano garantiza, al mismo tiempo, negocios rentables a sus empresas. Esta contradicción revela lo que en realidad es la política exterior estadounidense: un juego oportunista, guiado más por intereses económicos y electorales que por principios o estrategias coherentes. En público, dice que sanciona, pero en realidad, negocia en privado.
El despliegue militar en el Caribe y la recompensa contra Maduro no buscan resolver la crisis venezolana ni acabar con el narcotráfico. Son gestos de consumo interno, diseñados para alimentar la campaña republicana de cara a las elecciones de medio término de 2026. El objetivo no es Caracas, sino el electorado en Florida y Texas; no es frenar el tráfico de drogas, sino reforzar la imagen de Trump como “líder implacable”.
La contradicción se vuelve aún más evidente si se observa su política hacia otros escenarios internacionales. Trump ha descartado reiteradamente el envío de tropas a Ucrania, justificándose en la necesidad de no “desangrar” a Estados Unidos en conflictos ajenos. Sin embargo, no tiene reparo en movilizar miles de soldados, destructores y submarinos en el Caribe, a escasos kilómetros de Venezuela. Es decir, rechaza involucrarse en una guerra europea, pero utiliza a América Latina como su tablero militar de conveniencia, donde la proyección de fuerza resulta barata en términos internos y rentable en clave electoral. En Ucrania hay riesgos de choque directo con Rusia y costos geopolíticos globales; en cambio, en el Caribe la jugada no tiene mayores riesgos estratégicos para Washington y sí dividendos políticos inmediatos en estados clave. Claro, las y los latinoamericanos siempre hemos sido considerados fichas de menor valor en el juego del Tío Sam.
La llamada guerra contra las drogas ha sido siempre la coartada perfecta de Washington para intervenir, militarizar y lucrar. Los buques frente a Venezuela y las recompensas millonarias contra Maduro no son políticas de seguridad, sino gestos electorales e imperiales, diseñados para tranquilizar votantes en EE.UU. mientras se perpetúa la injerencia en América Latina. En el fondo, no se trata de justicia ni de seguridad ni de democracia. Se trata de un guion repetido en el que nuestra región es reducida a escenario de propaganda, a patio trasero, mientras el verdadero negocio —el petróleo, las armas, los mercenarios y los presidentes títeres que privatizan servicios públicos— sigue fluyendo sin interrupciones.