Hoy, Colombia completa 15 días de movilizaciones y protestas en contra del gobierno de Iván Duque, y el país se ha convertido, literalmente, en un campo de batalla en el que la fuerza pública tiene zona libre para matar: 47 personas muertas, 548 desaparecidos, más de mil detenciones arbitrarias, y un presidente sin una pizca de liderazgo ni empatía.
Tras el retiro momentáneo de la Reforma Tributaria que generó el estallido social, la gente se mantiene en las calles por causa del desempleo que ya venía incrementándose antes de la pandemia y que hoy alcanza el 14.2%; la falta de educación gratuita que solo le permite acceso a la universidad pública al 15% de los jóvenes; una reforma a la salud que intentan pasar de agache en el Congreso pero que no resuelve los problemas de fondo de la paupérrima salud pública; y, por supuesto, el cese de lo que ha caracterizado a Colombia en el último siglo: la represión.
Sin embargo, ninguna de estas condiciones en un país cuya pobreza es del 42.5%, ha impedido que se ubique, después de Brasil, como el segundo en la región con mayor gasto militar. Con serias dificultades para pagarle a las y los trabajadores de la salud y para la adquisición de vacunas, Colombia aumentó en un 2,6 % su gasto en este rubro, destinando 9.200 millones de dólares durante 2020 para ese fin. El gobierno de Colombia tiene claras sus prioridades, y no es ni ha sido la gente.
Durante la reunión que sostuvo con el Comité Nacional del Paro, el único consenso que hubo es que no hay consenso; mucho menos hubo acuerdo sobre las garantías para ejercer el legítimo derecho a la protesta y el cese a la actuación desmedida de la fuerza pública contra los manifestantes. Como en 2019, cuando la gente se volcó a las calles con consignas muy similares a las de hoy, el resultado del diálogo también fue infructífero. Ni en ese entonces ni ahora, el gobierno utilizó la palabra “negociación”; de ese tamaño es su compromiso con el pueblo y con la paz.
Los pedidos del Comité Nacional del Paro incluyen parar la reforma a la salud que privatiza todavía más este derecho; una renta básica mensual de al menos un salario mínimo; defender la producción nacional agropecuaria y subsidios para las pequeñas y medianas empresas; matrícula cero en la educación pública universitaria; la eliminación de la discriminación de género, diversidad sexual y étnica; y el cese a la erradicación forzada de cultivos ilícitos y de aspersiones aéreas con glifosato, todos entendidos dentro de un contexto de aguda crisis económica por la pandemia.
“No era el espíritu presentarle al país una declaración conjunta ni llegar a un acuerdo”. Más bien era una reunión “exploratoria”, dijo el Alto Comisionado para la Paz, Miguel Ceballos. ¿Para cuándo la buena, entonces?, ¿cuántos colombianos y colombianas menos?
Por un lado, el Gobierno se sirve de la mayoría de los medios de comunicación para legitimar una narrativa de odio y validar a la denominada “gente de bien” – esa que sí trabaja, produce y no para— a tomar las armas en contra de los manifestantes —los vagos vándalos que son pobres porque paran—, como si fueran paramilitares. Por el otro, la policía*, escudada en su fuero y entrenamiento militar, que actúa con violencia letal ante cualquier manifestación que siempre conciben como subversiva. La fuerza pública en Colombia tiene impunidad para hacer lo que le de la gana, y los jóvenes de clases populares, los negros y los indígenas siguen siendo sus chivos expiatorios.
Sin resultados concretos del diálogo y una única respuesta del gobierno con militarización para resolver a sangre y fuego, se ve muy lejos una salida pacífica. No nos van a convencer con sus dos minutos de video al día de sonrisas y manos estrechándose que no existen, y un presidente que dizque recorre el país a las 3 de la mañana porque le tiene miedo a la gente.
*La policía en Colombia depende del Ministerio de Defensa, y no del de Gobierno o de Justicia. Los delitos de los que son acusados los agentes se investigan y sancionan en la justicia militar, pese a que constitucionalmente está configurada como un ente civil.
Daniela Pacheco