Comienza el 2024, casi un primer cuarto del siglo XXI, con muy poco que celebrar. Socialmente los avances son más o menos evidentes: mayor expectativa de vida, menor pobreza y un acelerado desarrollo científico y tecnológico en casi todos los campos.
Y sin embargo...
Continua la sistemática destrucción de la naturaleza, se ensancha la brecha económica entre los pocos, que lo tienen todo y los más, que lo quieren todo. Aumenta, además, el riesgo de que un delincuente se apodere de la Casa Blanca (otra vez) y de que el neopopulismo siga su marcha en tantos países, al punto de convertirse en una pandemia.
En muchos sentidos, somos víctimas de nuestros triunfos. Los casi 90 años de paz --o para ser más precisos, sin una nueva guerra mundial--, y un orden político internacional anclado en el viejo modelo de la Pax Americana, han permitido a las élites de los países y conglomerados económicos más poderosos mantener el control de un sistema que ha hecho a un lado, tanto a las nuevas generaciones como a las nuevas ideas.
Han sido dos los principales detonantes de esta situación que nos tienen ante un callejón sin salida. Primero, la crisis financiera global de finales de la primera década que reventó la ilusión de las clases medias de los países ricos de que tenían garantizada una vejez de comodidades y lujos; y segundo, los desajustes estructurales de los principales mercados laborales que le cierran sus puertas a las nuevas generaciones. En buena parte del mundo la pirámide demográfica se ha invertido.
Por ello, el desencanto es el signo central de estos tiempos interesantes. Por ello, los Trump, los Putin, los Musk y los Milei. Por ello, la frustración de tantos, el resurgimiento del racismo, los nacionalismos excluyentes, y la búsqueda de chivos expiatorios entre los más desprotegidos.
Incluso también parece estar agotándose esa especie de boom de optimismo que representó el final de la Guerra Fría y la apertura global de las comunicaciones que facilitó el internet. En su lugar se alza una especie de torrente de noticias falsas, polarización gratuita y propaganda de odio. Es de ahí de donde surgen las narrativas que, dentro de nuestras mentes, se traducen, sobre todo, en miedo.
Si algo bueno nos trae el paso del tiempo es la perspectiva. Aprovechémosla: sabemos que los humanos, como especie, representamos apenas un instante en la vida del universo. ¿qué somos con relación a los 13.8 mil millones de años transcurridos desde el Bing Bang? ¿Qué representamos en comparación a la edad de nuestro planeta? (4.5 mil millones de años). Incluso, respecto a las cinco anteriores extinciones masivas --la más reciente, la que abrió el paso al surgimiento de los mamíferos hace 65 millones de años--, la humanidad somos apenas un parpadeo. "Polvo de estrellas".
Es en ese contexto en el que, aunque sea un poquito de humildad se impone. A estas alturas del partido deberíamos saber que todos los imperios terminan por derrumbarse. No hay pirámide, palacio, bunker o civilización que sea capaz de derrotar al tiempo. No lo lograron China, o la Alemania nazi y tampoco el capitalismo salvaje en su versión Made in the U.S.A.
Hoy nos encontramos en la encrucijada del final de una era e inicio de la próxima. Ni la continuidad neoliberal, ni el cambio hacia el populismo autoritario deben ser el camino.
Justo por ello, este es un buen momento para reconocer lo que sí hemos alcanzado e intentar mirar hacia lo que viene. No para adivinar el futuro, pues como individuos, aunque llegásemos a vivir 120 años, en la big picture representamos apenas un instante.
Se trata de algo más sencillo y a la vez fundamental. De algo a nuestra medida personal, con lo que podamos, en el día a día; un día a la vez diría el clásico. Seguramente sin estruendos electorales y sin mesías, podremos recuperar la esperanza, ese sentimiento indispensable para construir nuestra nueva ruta.