El presidente López Obrador le habló al mundo, en su discurso este mes ante las Naciones Unidas, en términos muy parecidos a como le habla todas las mañanas al pueblo de México. Anunció que la raíz de todos los problemas del planeta era la corrupción. “Sería hipócrita ignorar que el principal problema del planeta”, afirmó en la ONU, “es la corrupción en todas sus dimensiones, la política, la moral, económica, legal, fiscal y financiera”. La corrupción, agregó, es la principal causa de la pobreza, la desigualdad, la frustración, la violencia y la migración. México, explicó, logró combatirla con éxito. “Ha aplicado la fórmula de desterrar la corrupción”, dijo ante el mundo, para luego explicar esa fórmula: “El criterio de que, por el bien de todos, primero los pobres”. Después sentenció ante el secretario general de la ONU, sentado a su derecha: “Es necesario que el más relevante organismo de la comunidad internacional despierte de su letargo, y salga de la rutina, del formalismo, que se reforme y que denuncie y combata la corrupción en el mundo”.
México es desde hace tiempo un país agobiado por la corrupción. El ex presidente Peña Nieto pidió incluso ser tolerante con ella, pues era, dijo, parte de la cultura del país. Pero el hartazgo del país frente a la corrupción que vivió durante el último sexenio fue, al final, una de las causas detrás del triunfo del candidato de Morena. López Obrador proyectaba la imagen de una persona que no estaba interesada en amasar una fortuna, en contraste con Peña Nieto. Eso le dio credibilidad a su discurso contra la corrupción. Pero su discurso forma parte de una estrategia que responde a la política, no a la ley; que es ajeno por completo al fortalecimiento de las instituciones diseñadas para combatir la corrupción en México. El gobierno no está interesado en fortalecer estas instituciones. No les da recursos, no las apoya, no son parte de su proyecto.
“Cada año, los mexicanos pagan cientos de millones de dólares en sobornos a los funcionarios públicos para el papeleo básico del día a día, como echar a andar una empresa o pagar los impuestos del automóvil, según las estadísticas del Inegi”, comentó estos días el Financial Times. “Transparencia Internacional coloca a México en el lugar 124 de 180 países”. Estamos peor hoy, por cierto, de lo que estábamos hace apenas unos años. En parte porque en nuestro país no existe una política consistente y uniforme para combatir la corrupción; reina la arbitrariedad, motivada por el interés político. “Más preocupante”, continúa el Financial Times, “es la norma aparente de exonerar a los aliados políticos y perseguir a los críticos del gobierno y a los opositores políticos”. No es necesario dar nombres de unos y de otros, pues los conocemos todos.
México corre el riesgo de que la corrupción llegue también, masivamente, al Ejército. El presidente le ha dado toda clase de recursos, sin que haya claridad en el destino de los fondos. El Ejército está presente en la construcción de trenes y aeropuertos, en el control de las aduanas y los puertos, en la distribución de medicinas, en la lucha contra la migración. Otorgar privilegios a cambio de lealtad es también una forma de corromper a una de las instituciones más importantes del país.
Investigador de la UNAM (Cialc)