En el otoño de 1866, junto con la noticia de la enfermedad de su mujer, Maximiliano recibió una carta de París, donde Napoleón le decía que no podría dar “ni un escudo más ni un hombre más” al Imperio Mexicano. El emperador tenía calentura, disentería, malaria, una infección en la garganta. Estaba derrotado. Hizo planes para su partida. El 21 de octubre, a las cuatro de la mañana, salió de Chapultepec hacia el puerto de Veracruz. En el trayecto le robaron las mulas que tiraban su carruaje. Una vez en Orizaba permaneció en la Hacienda de Jalapilla, propiedad de la familia Bringas. Su salud mejoró con el clima. Junto con su médico de cabecera, Samuel Basch, cazaba insectos y mariposas en los alrededores de Jalapilla. Había decidido renunciar al trono. Estaba por fin en paz.
Fue en ese momento que los miembros de su gabinete, entonces conservadores en su mayoría, arremetieron contra su decisión, encabezados por un ultramontano, Teodosio Lares. Acababan de regresar a su país los generales Miramón y Márquez. El emperador, abandonado por los franceses, había tenido que recurrir a los conservadores para gobernar en México. Presionado por su sentido del honor, Maximiliano convocó a un consejo de ministros para decidir el futuro del Imperio. Los consejeros tomaron su decisión el 28 de noviembre en Orizaba. Diez de los 18 votaron contra la abdicación, encabezados por Lares, quien tenía voto de calidad por ser presidente del consejo de ministros: Maximiliano tuvo que permanecer en México. Su plan (o más bien su deseo) era reunir un congreso —“sobre las bases más amplias y más liberales”— con el apoyo del Ejército de la República (es decir, con la colaboración de Juárez). “Este congreso”, en sus palabras, “determinará si el Imperio debe subsistir”. El 6 de enero de 1867 Max estaba de regreso en la Ciudad de México. Tuvo que vivir en la Hacienda de la Teja, pues el Castillo de Chapultepec había sido desmantelado y robado por sus sirvientes, que lo suponían en el mar con destino a Europa.
El 5 de febrero, los franceses evacuaron la Ciudad de México. Su comandante, el mariscal Bazaine, había manifestado en público su repudio a la política de los conservadores que rodeaban entonces a Maximiliano. Con ello terminaba la guerra de Francia contra México, aunque continuaban las hostilidades del Imperio contra la República. El Imperio no tenía recursos ni tenía ya tropas. Tampoco tenía la posibilidad de reunir un congreso para decidir su suerte, como había sido propuesto en Orizaba. Entonces, Maximiliano resolvió parapetarse con sus hombres en una ciudad fiel a la monarquía para, desde ahí, salir al norte del país en busca de Juárez. El 13 de febrero partió con sus tropas a Querétaro. Todos los que lo rodeaban eran mexicanos. En el trayecto, vestido con el uniforme de general, montado sobre su caballo Orispelo, anunció que había tomado el mando de las tropas del Imperio.
El 19 de febrero, sus hombres divisaron los campanarios de Querétaro. La ciudad, baluarte del catolicismo, era una buena elección desde un punto de vista político, pero, rodeada de colinas, una mala decisión desde una perspectiva militar. Así lo vio el príncipe Félix Salm-Salm. “Es el peor lugar en el mundo para defender”, dijo, “pues todas las casas pueden ser alcanzadas por fuego desde las montañas del alrededor”. Maximiliano dispuso los preparativos de la defensa. Tenía soldados bien equipados, aunque divididos por las rencillas entre Miramón, comandante de la infantería, y Márquez, jefe del Estado Mayor. Los queretanos, que lo querían, lo notaban nervioso. Fumaba sin descanso. Madrugaba para dictar cartas a su secretario, José Luis Blasio. Luego despachaba sus asuntos hasta pasadas las nueve de la noche. Antes de dormir jugaba un poco de billar o de boliche. Al comienzo del sitio de la ciudad, el 13 de marzo, instaló su cuartel en el Convento de la Cruz. Era temerario en los combates: buscaba una bala que pusiera fin a su desgracia.
Todo empeoró a partir de abril. Los techos de plomo del teatro de la ciudad fueron transformados en proyectiles; las campanas de las iglesias acabaron convertidas en obuses. El emperador tenía que comer el pan que fabricaban las monjas con la harina de las hostias. El agua comenzó a escasear a principios de mayo, cuando los republicanos volaron el acueducto. Las deserciones eran diarias. Maximiliano, entonces, decidió tratar de romper el cerco para salir hacia la Sierra Gorda. Pero pospuso su decisión la víspera, luego de tener una reunión con su compadre, el coronel Miguel López. Era el 14 de mayo. A la una de la mañana se retiró a dormir; tres horas más tarde se despertó con la voz de que la ciudad estaba en manos de los republicanos.