En octubre de 1921, José Vasconcelos fue nombrado por el presidente Obregón secretario de Educación Pública. Vasconcelos impulsó la educación de su país con instrumentos muy diversos: los libros de texto, las casas del pueblo, las ferias de libro, las brigadas de maestros, las ediciones de los clásicos de la literatura y también, claro, la pintura de los muralistas. Las paredes de los edificios de la Colonia fueron el espacio que concibió para divulgar el credo de la Revolución. Roberto Montenegro, entonces uno de los pocos en dominar el arte de pintar en fresco, trazó las líneas de un mural en el ábside del templo de San Pedro y San Pablo. Después, dos artistas muy distintos, Diego Rivera y José Clemente Orozco, pintaron los muros del Colegio de San Ildefonso. No todos acogieron el suceso con felicidad. "¡Pobre Preparatoria!", exclamó Federico Gamboa. "Parte el corazón ver cómo están poniendo el anfiteatro, los patios, escaleras y corredores del monumental edificio, que va a quedar hecho una pulquería" (Mi diario, 26 de julio de 1922). Octavio Paz condenó también, años después, esta incongruencia. "Muchos de los murales", dijo, "fueron pintados en venerables edificios de los siglos XVII y XVIII. Una intrusión, un abuso... ¿Qué tiene que ver el Colegio de San Ildefonso, obra maestra de la arquitectura novohispana, con los frescos que pintó allí Orozco?" (Re/visiones: Orozco, Rivera, Siqueiros). Por encima de la incongruencia, sin embargo, Paz criticó el culto nacionalista que impedía ver los murales como pinturas, es decir, que las presentaba como imágenes sagradas que había que venerar.
La crítica de Paz, como la de Gamboa, es una crítica estética de los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros. Pero también es posible y deseable hacer la crítica histórica de los murales. La pintura de los muralistas presenta una visión dualista y simplista de la historia, en la que cada imagen representa a las fuerzas del progreso o a las de la reacción. El bien y el mal. La historia como dogma. Con ellos cristalizó la historia oficial proyectada por la Revolución. Su maniqueísmo ideológico está basado con frecuencia en una versión simplista del marxismo, aunque reivindica claramente la historia oficial del porfiriato, con dos héroes, Hidalgo y Juárez, como símbolos de la Independencia y la Reforma (Díaz fue expulsado de la galería de los héroes de México, pero con esta excepción, la historia oficial de la Revolución es la misma que la historia oficial del porfiriato, ideada por Justo Sierra, el primero que tuvo la idea de usar los muros de los templos para divulgar un credo, según recuerdo haber leído en un artículo de Gabriel Zaid).
Los murales son una caricatura de la historia oficial, que vive en tensión permanente con la historia documentada. Un intento por acercar la oficial a la documentada ocurrió a fines del siglo XX. Pero fracasó. Yo pensaba que había sido el Ejército mexicano quien había puesto reparos a la historia que surgió a partir de ese intento, y que habían tenido que ser destruidos cientos de miles de libros de texto, pero hace unos meses, al dar una plática en Mazatlán, quien fue titular de la SEP al final del gobierno de Salinas de Gortari me corrigió: no fue el Ejército quien se opuso, sino el SNTE, y no fueron cientos de miles, sino millones los libros que tuvieron que ser destruidos. ¿Por qué no fue aceptado el intento por acercar la historia oficial a la historia documentada? Por prejuicio ideológico, pero sobre todo, pienso, por flojera intelectual. Es más fácil enseñar una historia en blanco y negro, con buenos y malos, que una historia complicada, con personajes no solo complejos, sino contradictorios (como Santa Anna).
*Investigador de la UNAM (CIALC)
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