¿Vamos a ver debatir con altura, este domingo, los grandes problemas de la nación? Muy probablemente no. En tiempos de elecciones, la política es una sucesión de imágenes y de consignas, dirigida a los sentimientos, no a la inteligencia. Raras veces es un ejercicio de persuasión. Está determinada por las reglas que dominan la exposición de los candidatos a los medios de comunicación, en particular la televisión. Ganará el mejor actor.
En el pasado, los medios tenían formas más rudimentarias de captar la voz de los personajes públicos: la memoria, la libreta, el micrófono. Hoy la captan, junto con su imagen, en la pantalla. Los políticos han tenido así que dejar de ser lo que fueron antes: oradores, para ser lo que son ahora: actores. Dar un discurso y participar en un debate son ejercicios muy distintos. Los discursos son argumentos que buscan transmitir de la forma más clara las ideas del orador, y tienen sus virtudes y sus defectos: son ordenados, pero también son fríos. Los debates, en cambio, son obras de teatro que presentan en escena a los actores, y tienen a su vez sus virtudes y sus defectos: son menos ordenados, pero por lo general más cálidos. Los discursos privilegian el propósito de transmitir un pensamiento; los debates, el de dar a conocer un personaje. Los debates son un espectáculo en el que brillan más los gestos que las ideas.
A veces ocurre que los candidatos ganan el debate, pero pierden la elección. Existen ejemplos de toda clase en la historia de los debates presidenciales. En Estados Unidos, Reagan, el actor de Hollywood, ganó ante Carter el debate de 1980 gracias a sus habilidades histriónicas, pero perdió ante Mondale el debate de 1984, cuando su contrincante, un hábil parlamentario, lo hizo ver realmente mal —inseguro, despistado— al frente del gobierno en Washington. En el primer caso ganó el debate y la elección; en el segundo, perdió el debate y ganó la elección. Perder y ganar así es, de hecho, bastante común en Estados Unidos. En la elección de 2000, Gore ganó el debate a Bush, cuya mediocridad intelectual, comparada con el refinamiento de su contrincante, suscitó, sin embargo, una especie de confianza en el elector promedio (y mediocre) de Estados Unidos.
Ganar el debate y perder la elección es frecuente, también, en Europa. En Alemania, por ejemplo, Schröder le ganó claramente el debate a Merkel en 2005: ofreció cifras más precisas, proyectó mejor su personalidad, pero perdió la elección porque pesó demasiado la crisis económica que padecía el país. Más cerca de nosotros, Alan García, un gran orador, le ganó el debate a Alejandro Toledo en 2001, pero perdió la elección. Perú tiene, por cierto, el ejemplo más espectacular del perdedor que gana la elección. En 1990, Vargas Llosa hizo pedazos a Fujimori, quien tenía incluso escritas sus respuestas a las preguntas que le hacían frente a las cámaras de televisión. Así lo percibieron todos los peruanos. Pero en la elección, pocos días después, Fujimori arrolló a Vargas Llosa. La conclusión es obvia, aunque también desalentadora: en los debates que preceden la elección presidencial, el mejor no siempre gana y, cuando gana, su triunfo no le garantiza la victoria el día de los comicios.