A principios de los 80, un grupo de arquitectos dirigidos por Pedro Ramírez Vázquez empezó la construcción del Palacio Legislativo de San Lázaro. El recinto fue erigido fuera del área monumental de la ciudad, muy lejos de las avenidas, las plazas y los edificios que conforman el centro de la capital. Por esta razón, el Palacio Legislativo no fue nunca lo que debió ser: una referencia urbana, la representación arquitectónica del ideal democrático en el país, como lo son este tipo de recintos en las capitales de todo el mundo: el Parlamento en Londres, el Capitolio en Washington, la Asamblea Nacional en París.
Pero el Palacio Legislativo resultó ser único en el mundo no tanto por su locación en la ciudad, lejos de todo, sino por algo más sutil: la conformación del espacio al interior del edificio. Ramírez Vázquez, el arquitecto consentido del régimen del PRI, concibió el recinto de los representantes del pueblo, no en la forma de un parlamento, sino de un auditorio. “¿Qué razones funcionales o políticas condujeron a proyectar el recinto de debates como un auditorio, en lugar de una sala con bancas enfrentadas o en herradura?”, preguntaba Teodoro González de León en su libro Arquitectura y política. “Estas dos formas son las únicas que ha generado la cultura arquitectónica a través de los tiempos, para que la gente que polemiza se vea y se enfrente (que es la única forma del diálogo)”. Todos los modelos de recintos dedicados al debate provienen de Grecia, donde fueron construidos los primeros lugares no improvisados, sino permanentes, para celebrar asambleas: el Telesterion, que tiene bancas enfrentadas, y el Bouleuterion, que tiene asientos en forma de herradura, como el que existe todavía en las ruinas de Mileto. Los ingleses adoptaron el primer modelo, el de las bancas enfrentadas, que caracteriza la sala de sesiones de Westminster. Los franceses adoptaron el segundo modelo, el de los asientos en forma de herradura, que distingue a la Asamblea Nacional. “Todos los parlamentos del mundo sesionan en recintos con variantes de esas dos formas”, escribía con malicia González de León. “Que yo sepa, solo en este país diputados y senadores legislan en auditorios”.
El proyecto de Ramírez Vázquez estaba determinado por la naturaleza del sistema político mexicano —en concreto, por el papel que desempeñaba en ese sistema la figura del presidente de la República. No era desde luego un lugar diseñado para debatir: el país que vivió por décadas bajo la hegemonía del PRI no concebía el debate de verdad en el Congreso de la Unión, que era una extensión del Ejecutivo. Por eso no era necesario que los representantes del pueblo dialogaran y discutieran, cara a cara, en bancas enfrentadas. Los legisladores limitaban entonces su labor a darle sustento legal a las instrucciones que llegaban de lo más alto, donde residía la figura que todos los años, el 1 de septiembre por la mañana, encabezaba desde la tribuna —allá arriba, en lo alto del auditorio, para poder concentrar toda la atención del público— el ritual del informe presidencial, que hoy, en 2020, ha vuelto a cobrar vida en México.
Investigador de la UNAM (Cialc)
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