El ser humano moderno tiende a una ambivalencia moral, mientras no represente un sacrificio demasiado pesado lo puede soportar; pero, cuando este resulta trabajoso o verdaderamente expiatorio, se buscan un sinfín de alternativas o pasadizos para evitar el sufrimiento, la culpa o la abstención. Por ejemplo, los sacrificios del ayuno o la abstinencia de carne durante la Semana Santa fueron cuestionados y contrapuestos hasta que se permitió, por ejemplo, la ingesta de carne del pollo, entre otras.
La historia de la alimentación nos relata que en el proceso de las civilizaciones antiguas el alimento era un poco considerado o muy vanagloriado, un claro ejemplo fueron los romanos y los griegos. Los primeros, antes de tener contacto con los griegos, poco o nada se preocupaban por su alimentación, esta estaba consignada a los esclavos, quienes satisfacían las necesidades de sus amos con preparaciones en las que la carne era el plato principal, seguido de cereales hidratados en agua, conocidos en el mundo antiguo como "gachas" o "polentas", algunas frutas y legumbres, nada elaborado, únicamente con la función de llenar de energía a los colosales guerreros.
Mientras tanto, los griegos, desarrollaron una inclinación por dar placer a los sentidos, consideraban que el cuerpo, al ser una extensión del ser, debía satisfacer en todos los sentidos, entre ellos la comida. Les adjudican la implementación del simposium, celebraciones en las que bebían vino, degustaban frutos frescos y algunas preparaciones, pero su objetivo principal era entrar en un trance espiritual, gracias al alcohol, y ser poseído por los dioses, posteriormente se entregaban a las pasiones carnales.
Al conjugarse ambas civilizaciones darían un fenómeno que hasta nuestros días repiten, en ocasiones de manera fiel. Los banquetes realizados por los griegos darían la pauta protocolaría que los romanos explotarían hasta su máxima expresión; ese sentimiento de comunión al momento de degustar los alimentos aparecería hasta dicha época, cabe destacar que, en tiempos pasados, el momento de sentarse a la mesa era un acto privado, íntimo y personal; los griegos, y posteriormente los romanos, traspasarían este acto a grandes espacios con amplios tablones, centenar de lugares y una cantidad de alimentos, los cuáles, serían degustados por días. Se dice que Julio Cesar ofreció un banquete para 30 mil personas y tuvo una duración de diez días.
Un banquete, desde entonces, está caracterizado por el lujo y la ostentosidad pues, para algunos, debe denotar poderío, más allá del simple gusto por compartir la mesa y entregarse a los placeres del gusto y del olfato. En la actualidad no suelen ser tan largos, pero no cabe duda que conservan la intensión de presunción y capacidad, en una sociedad que algunos sólo comen dos o hasta una sola vez al día.