El huracán Erick, que recientemente impactó a Oaxaca con fuerza de categoría 3, no es solo un fenómeno meteorológico: es también una prueba. Una prueba para el gobierno, para la infraestructura del país y para nuestra empatía como ciudadanos. En un estado históricamente golpeado por la desigualdad y la vulnerabilidad climática, un huracán no pasa sin dejar huellas profundas.
Las lluvias torrenciales y los vientos que arrasaron con comunidades rurales, caminos, cultivos y viviendas no solo dejan daños visibles. Lo que duele no siempre se ve: pérdida de sustento, interrupción de clases, enfermedades por falta de servicios básicos, miedo constante a que el río se desborde de nuevo. Oaxaca enfrenta todo esto mientras aún carga las heridas de sismos y tormentas pasadas.
No podemos hablar del huracán Erick sin recordar el desastre de Otis en Acapulco, Guerrero, hace apenas unos meses. En pocas horas, ese huracán redujo hoteles a escombros, dejó a miles de familias sin hogar y arruinó el motor económico de la ciudad: el turismo. Más de 50 mil empleos se perdieron, y la reconstrucción aún está en pañales. Erick amenaza con una historia parecida, especialmente en regiones costeras y comunidades agrícolas que viven del día a día.
El turismo en Oaxaca, tan valioso como frágil, ya resiente el golpe. Cancelaciones, caminos bloqueados, miedo e incertidumbre afectan tanto al visitante como al que vive del mezcal, del hospedaje, del arte popular o de la gastronomía. Las familias que apenas sobreviven entre temporadas ahora enfrentan una más: la del desastre.
El gobierno tiene una responsabilidad indelegable. Ya no basta con emitir alertas y repartir despensas. Se necesitan planes de protección civil bien financiados, reforzar ríos y caminos vulnerables, construir albergues dignos, capacitar a las comunidades. Urge una infraestructura preventiva, no reactiva. Además, es necesario un fondo de emergencia inmediato que no se pierda en trámites ni intereses políticos.
Pero también nosotros tenemos una tarea. Oaxaca no puede enfrentar sola este golpe. La solidaridad debe ser tan fuerte como los vientos que azotaron sus costas. Donar, compartir información confiable, apoyar a organizaciones locales, exigir justicia climática. No se trata solo de caridad: se trata de entender que, si uno cae, todos nos tambaleamos.
Erick fue un huracán, sí. Pero también fue una advertencia. Una que debemos atender hoy, no mañana. Porque mientras sigamos reaccionando en lugar de prevenir, cada tormenta será más cara, más dolorosa, más injusta.