Cultura

La castrada

Juguetes de los nobles, caprichos de los obispos, iniciaron en los coros eclesiásticos. Los castrados emigraron de los altares a lechos amorosos y a los escenarios, la inspiración divina se convirtió en pasión promiscua, tener un castrado en palacio, escucharlo en privado, fueron el privilegio más delicado al que el vicio podía aspirar.

Las mujeres estaban desplazadas de los escenarios, sopranos, mezzo sopranos y contraltos, los roles femeninos desde el siglo XV hasta el siglo XVIII eran para esos hombres que de niños ofrecieron sus testículos al altar del arte. Nada podían ofrecer las cantantes, la potencia de las voces de los castrados, con sus pulmones grandes, sus voces entrenadas desde la infancia por músicos virtuosos y curas disolutos.

La solución era imposible y simple: las mujeres tenían que ser hombres. Giovanna lo intuyó, mezzo soprano, podía alcanzar notas de castrati, su naturaleza andrógina era insuficiente para ser mujer, pero no era hombre, le faltaba algo y eso, como el arte, sería su talento y su artificio. El peletero la miró, entendía lo que ella quería, ya los había fabricado, en los estados papales circulaban las más excéntricas peticiones, lo difícil aquí era cómo sostenerlo en las actuaciones, cómo hacer que pareciera una sofisticación más de un artista experimentado. Le fabricó un falo de piel, con cintas que ajustaba a su cintura y las piernas, y así ensayó sus pasos sobre el escenario, tenía que ser natural llevar dos personajes: el de la ópera y el de la existencia.

En los sótanos de Florencia se castraron más de 5000 niños, que se trasladaban a los monasterios, en las audiciones de las óperas, desde Francia hasta Italia, la lucha por los roles femeninos era a muerte, sabotajes, envenenamientos, difamaciones, todo era parte de la profesión de ser un ídolo, de ser un favorito. Giovanna se presentó con un ajustado pantalón corto de seda, chaquetilla de brocados, y ahí erecto, el precio de su talento, sujeto de su delgada cintura, caminó segura y lanzó esa voz que educó en el campo, que lloró su pobreza, que maldijo a los dioses, y retumbó con su furia, era un hombre, era la castrada. Se enamoraron de ella, le entregaban joyas, le ofrecían los escenarios, y la duda crecía, esas manos delicadas, y la virginidad de Giovanna fue la obsesión de cardenales y príncipes, nadie podía tocarla, no había precio que la alcanzara. La pureza mantenía su voz, a diferencia de los castrados, la promiscuidad no fue su atractivo, la prohibición la hizo un mito.

Su tragedia llegó con su naturaleza, comenzó a envejecer y su voz cambió, su cuerpo ya no era el de un muchacho, su paso dudaba. Con la humildad de una heroína, una noche, por primera vez en muchos años, se vistió de mujer, en las calles oscuras de Venecia la esperaba un carruaje, sin equipaje, subió. Encontraron su cuerpo en una posada en el camino a Milán, a su lado un frasco con opio, la misma pócima que se usaba para anestesiar a los niños antes de castrarlos y que mal administrada había causado cientos de muertes.

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Avelina Lésper
  • Avelina Lésper
  • Es crítica de arte. Su canal de YouTube es Avelina Lésper
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