La violencia contra las mujeres tiene mil caras, mil maneras de expresarse. Se ejerce en las escuelas, en los hogares, en los centros de trabajo, en las calles y desde las instituciones. Cada día las mujeres experimentan diversas formas de violencia, en un contexto de tolerancia social apabullante. Vivimos en una sociedad que violenta mujeres y que se resiste a reconocerlo. Una sociedad que busca siempre racionalizar esta violencia, justificarla, o peor aún, aceptarla como natural.
Una de las expresiones de la violencia de género es aquella que se ejerce contra las mujeres a través de sus hijos e hijas particularmente en el contexto de los procedimientos familiares y que, en su forma más grave y extrema, puede culminar con el asesinato de éstos. Es una forma particularmente cruel de violencia, que busca dañar a las mujeres “con lo que más les duele”, como suelen decir los propios perpetradores.
Las historias de violencia vicaria se repiten una y otra vez y siguen un patrón similar: comienzan con violencia doméstica, violencia psicológica y, cuando las mujeres terminan la relación, vienen las amenazas, el acoso, y los procedimientos familiares marcados por los estereotipos y la discriminación.
La violencia vicaria va normalmente acompañada de una violencia institucional sistemática que le da cauce y que impide la efectividad de los mecanismos diseñados para la protección de las mujeres y de las infancias.
Una y otra vez las autoridades encargadas de velar por sus derechos les fallan a las mujeres y a sus hijos e hijas al actuar perpetuando prejuicios y estereotipos, sin aplicar la perspectiva de género, sin tomar en cuenta el interés superior de la infancia y sin conocimiento de los precedentes de la Suprema Corte en estas materias.
Una y otra vez vemos autoridades policiales, judiciales y administrativas que no evalúan adecuadamente la gravedad de la situación en que viven las mujeres; que no toman en serio sus denuncias y que se empeñan en ver estas cuestiones como simples problemas de pareja.
Prevalece una visión de los derechos de visita que privilegia la idea de que siempre es mejor para las niñas y niños ser educados por su madre y su padre, por más que este sea violento y abusador. Los antecedentes de violencia doméstica, además de que quedan impunes, son rutinariamente ignorados o minimizados en los procedimientos de guardia y custodia. Las niñas y niños que afirman no querer convivir con los padres no son tomados en cuenta y se asume que son manipulados por las madres.
No se vela adecuadamente por el cumplimiento de las obligaciones alimentarias, pasando por alto que este incumplimiento es parte de los mismos ciclos de violencia y que coloca a las mujeres en una situación de mayor vulnerabilidad y riesgo, al impedirles que puedan desvincularse efectivamente de los agresores.
Por otro lado, abundan también casos en que, mediante la corrupción del sistema judicial, los hijos e hijas son separados de sus madres; éstas son criminalizadas, denunciadas, perseguidas y encarceladas; y cuando obtienen resoluciones favorables que ordenan la entrega de sus hijos e hijas, tales determinaciones no son ejecutadas.
En suma, la violencia vicaria se ejerce en el contexto de una sociedad cómplice que cuestiona a las mujeres, que no les da credibilidad y que las culpa de la violencia que sufren. Una sociedad que les recrimina y las responsabiliza por no vivir conforme a un modelo particular de familia.
Esta es una realidad dolorosa que solo podrá ser revertida cuando comencemos a nombrarla y visibilizarla. Una vez más son las mujeres las que han salido a las calles, las que han tomado las redes y están haciendo oír su voz. No las dejemos solas, actuemos antes de que sea demasiado tarde para alguna de ellas.
Arturo Zaldívar