El pasado sábado 28 de junio, las calles de la Ciudad de México se llenaron de color, alegría y fuerza en una nueva edición de la Marcha del Orgullo LGBTQ+. Como cada año, miles de personas tomaron el espacio público para conmemorar el levantamiento legítimo de Stonewall ocurrido en 1969 en Nueva York, pero también para recordar que la dignidad no se negocia y que los derechos no se suplican: se exigen, se conquistan y se defienden.
En junio celebramos la diversidad, la diferencia y el derecho a ser uno mismo sin culpa ni miedo. Celebramos que el amor es amor, que todas las familias son válidas, que la Constitución no distingue entre quienes aman de una forma y quienes lo hacen de otra. Reivindicamos la libertad de ser, la legitimidad de existir, la fuerza política de la ternura radical y la alegría.
En México, hemos llegado a este momento gracias a la lucha de generaciones enteras. Fue la valentía de quienes alzaron la voz cuando el silencio era la regla lo que abrió el camino hacia el reconocimiento de derechos que antes parecían impensables: el matrimonio igualitario, la adopción por parejas del mismo sexo, el reconocimiento de la identidad de género autopercibida, la prohibición de las terapias de conversión. Ninguno de estos logros fue una concesión; todos fueron el fruto de la organización, del litigio estratégico, del activismo en las calles y de la dignidad que no se doblega.
Pero no podemos dar estas conquistas por definitivas. La historia demuestra que los avances en materia de derechos nunca están a salvo. La derecha —en México y en el mundo— está siempre al acecho. No descansa. Desprecia la diferencia, teme la libertad y busca cada oportunidad para revertir lo que no encaja en su moral conservadora. Lo vimos cuando el PAN recurrió a la Corte para tratar de frenar el matrimonio igualitario. Lo vemos cada vez que se oponen al lenguaje inclusivo, al reconocimiento de todas las formas de familia, a la educación sexual integral.
Una encuesta reciente de Enkoll mostró que una de cada tres personas en México ha presenciado actos de violencia o discriminación contra personas LGBTQ+ y que más de 20 por ciento de los hombres encuestados considera poco o nada importante ese problema. Además, entre 40 y 60 por ciento de las personas encuestadas está en desacuerdo con prohibir legalmente las terapias de conversión, con que las personas trans usen baños conforme a su identidad de género o con el uso del lenguaje inclusivo. No se trata de detalles menores: se trata de vidas concretas que siguen marcadas por la exclusión y el estigma.
En el mundo, la situación es aún más alarmante. En al menos 65 países se criminaliza el sexo entre personas del mismo sexo; en 14, se criminaliza la identidad de género, y en 12, la homosexualidad puede ser castigada con pena de muerte. Esos datos nos recuerdan que la violencia estructural no es cosa del pasado ni de otras latitudes: es una amenaza constante que requiere vigilancia, memoria y resistencia.
Por todo ello, la lucha del orgullo no puede quedarse en el calendario ni reducirse a una marcha. Debe ser una promesa cotidiana: la de seguir construyendo un país donde nadie tenga que esconderse para ser feliz. Un país donde el goce, el deseo, la identidad y el afecto no sean motivo de violencia ni de vergüenza. Donde las instituciones no solo reconozcan derechos, sino que los garanticen. Donde la igualdad formal se traduzca en una igualdad real.
Porque aunque hay razones para celebrar, todavía falta mucho camino por recorrer. Falta acabar con los crímenes de odio, con las prácticas de tortura disfrazadas de terapias de conversión, con la invisibilización de las personas asexuales y no binarias, con el rechazo familiar, con el acoso escolar, con las barreras en el empleo, la vivienda, la salud y la justicia.
El orgullo es, sobre todo, una afirmación de vida frente al miedo, una afirmación de comunidad frente al aislamiento, una afirmación de esperanza frente al odio. Es la certeza de que otra sociedad es posible y de que vale la pena seguir luchando por ella.
Que el orgullo no sea solo una fecha, ni una marcha. Que sea una forma de futuro. Una forma de país. Una forma de dignidad.