El 8 de septiembre pasado murió la reina Isabel II y el mundo atestiguó, como hacía tiempo no sucedía, la pompa propia de las cortes europeas. Con ello encontré razón suficiente para volver a algunos pasajes que pintan a la reina, grave por cargo y naturaleza, como una mujer divertida. Las anécdotas provienen de Ever the diplomat, libro de memorias de Sherard Cowper-Coles, embajador hoy retirado.
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El autor refiere que, entre las delicadas tareas que prevalecen en las representaciones del Foreign Office en el exterior, destaca la de atender visitas reales. Así, mientras Cowper-Coles desempañaba como primer secretario en Washington, el presidente George H. W. Bush extendió a Isabel II una visita de Estado. Era apenas la cuarta de un soberano inglés a su antigua colonia, luego de las de 1939, 1957 y 1976. En esta ocasión obedecía al 400 aniversario del asentamiento británico en Jamestown. Era, pues, una ocasión especial que ameritaba trabajos, esfuerzos y precauciones extraordinarios. Pero el destino tenía preparada otra cosa.
Tras pronunciar su discurso en la Casa Blanca, el presidente Bush, de 1.88 cm, debía presionar un botón que elevara una plataforma y permitiera a Isabel II, ataviado con su usual sombrero y de apenas 1.62 cm, ofrecer el suyo propio. Pero Bush olvidó el detalle, y la reina arengó alrededor de 15 minutos sin que ninguno de los asistentes pudiera observarla. La mañana siguiente, algún periódico cabeceó: “el sombrero parlante visita la Casa Blanca”. Al día siguiente, durante su alocución en la Cámara de Representantes, Isabel II comenzó: “espero que hoy puedan verme desde donde están sentados”.
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Algunos años después, la reina invitó al príncipe Abdalá bin Abdulaziz, entonces heredero al trono de Arabia Saudita, al Castillo de Balmoral. Es fama que Isabel II gustaba de los automóviles —se ganó a la prensa británica durante la Segunda Guerra Mundial, transportando heridos en ambulancia— y de los paseos a lo largo de los extensos highlands escoceses. Al príncipe Abdalá tocó padecer ambas aficiones.
Una mañana el príncipe saudí recibió la invitación a dar un paseo con la reina. Bajó de su habitación y subió a alguna de las Land Rovers estacionadas enfrente del castillo. Tomó el asiento del copiloto y, para su sorpresa, fue la propia Isabel II quien montó a conducir la camioneta a casi 100 kilómetros por hora en campo abierto. ¡Él, en cuyo reino no se permitía a la mujer manejar!
Isabel II, que no fue a la universidad, sabía sus clásicos y pudo haber escrito junto con Horacio: “agrega un poco de locura en tus pensamientos graves”. Acertó.
Antonio Nájera Irigoyen