Cuando me enteré que Manolo Herrera iba a presentar “La Belleza Escondida”, pensé que era un paso lógico de su muro en facebook, a la galería de arte más importante de la región: Plaza Cuatro Caminos. Luego confirmé la imagen que tenía de Manolo y su trabajo como testimonio fotográfico importante porque es una muestra de lugares emblemáticos para La Laguna, es el Torreón de la Casa Mudejar, de la pared neogótica de la avenida Ocampo y la Calle Ramón Corona, del bellísimo Hotel Galicia, del letrero de neón de los desaparecidos hoteles Princesa y López...
Una fiesta del color, de la forma, de los ángulos engañosos que suele utilizar Herrera en sus fotografías, de la sorpresa ante lo cotidiano, de la poesía visual que no lo parece; todo desde la lente de un joven artista que sin falsas pretensiones, toma imágenes y las comparte con esa generosidad norteña tan lagunera.
Recorrí despacio la exposición montada en el atrio de la Plaza comercial, leí el texto de Jaime Muñoz, observé las reacciones de público, de los transeúntes que se detenían para ver la muestra de fotografías que son vitrina de una región donde aparentemente no hay nada interesante, donde solo tenemos tierra y sol, y aún si fuera así, sería hermosa.
Ahora reviso mis apuntes, exploro el muro de Manolo Herrera y leo sus comentarios sobre la actividad coordinada por la promotora cultural Gaby Nava y encuentro a un artista joven, sincero, que busca la belleza, que entra a las casonas antiguas y abandonadas para retratar esquina, detalles, murciélagos; Manolo es un hombre de su tiempo y de su espacio, atrapa y difunde la belleza de su tierra y del ejercicio cultural de sus coterráneos, y, sobre todo, es un fotógrafo que deja claro las dos cuestiones fundamentales de su herramienta de trabajo, captar una imagen que diga mil palabras y que las diga correcta y emotivamente.
Es un artista orgulloso de su gremio, humilde artesano que se sienta a tomar un café delante de su obra y se pone a escribirle a sus amigos para agradecerles por los detalles que han tenido con él.
Lo ví en ese ejercicio humanístico y ví el final de “El Decamerón” de Paolo Passolini, cuando el artista baja de andamio, ve su mural terminado. La cara del hombre del Renacimiento es la del artista agradecido con la posibilidad de plasmar su versión de la realidad.