Stefan Zweig ha escrito con no poca resignación que la riqueza va acompañada de la adoración al oro, con espontáneo entusiasmo de los ansiosos y de las almas débiles, porque el poder, dice, es la materia más misteriosa del mundo. El dinero en sus distintas manifestaciones, por eso, ha sido objeto de estudio y uno indispensable es el de John Kenneth Galbraith.
En el rígido espacio que gobierna las columnas, se han elegido tres momentos estelares del dinero en la historia. En el primero, dice el economista: “Durante unos cuatro mil años, hubo el acuerdo de utilizar para los intercambios uno o más metales, entre tres que eran la plata, el cobre y el oro (...) Siempre se consideró degradante que Judas entregase a Jesús por 30 monedas de plata, lo que indica que fue una transacción comercial normal, pues si hubiesen sido tres piezas de oro, proporción plausible en la antigüedad, el trato habría sido algo excepcional”.
Un segundo momento indispensable en la historia del dinero es el de su forma. Escribe el también autor de El Crac del 29: “Desde Alejandro Magno se estableció la costumbre de presentar la cabeza del soberano en la moneda, más como deliberada afirmación personal del gobernante que como garantía del peso y la finura del metal. (...) La acuñación de monedas era sumamente práctica, pero también una invitación a grandes fraudes públicos y pequeños privados. (...) La falsificación fue también un invento muy antiguo. Ya en el año 540 antes de Cristo se dice que Polícrates de Samos estafó a los espartanos con monedas de oro falsas”.
Tercer hito en esta línea de tiempo es la banca, cuyo origen étnico atribuye el autor a Italia, donde se produjeron su decadencia y renacimiento, aunque mucho tuvo que ver en su desarrollo Holanda. Desde entonces, continúa Galbraith en El dinero (Ediciones Orbis, 1983), ningún banquero ha igualado a los Médicis en grandeza, una grandeza sustancialmente fomentada por el hecho de ser agentes fiscales de la Santa Sede.
@acvilleda