Acaso bajo aquella máxima leninista de que la política seria empieza donde están las masas, los cierres de precampaña han exhibido algunos de los exclusivos trapos de los aspirantes, cuyos discursos agotados pasan a segundo plano frente al despliegue de lo que mejor sabe hacer la clase política mexicana: el acarreo, las multitudes, el estruendo, los símbolos, los mensajes no verbales, los besamanos, la cargada, el dispendio, el bullying cibernético…
Resulta inquietante ver cómo un país se esfuerza en su conjunto por emparejarse a la velocidad de la comunidad internacional, a los avances tecnológicos, a las transformaciones sociales y de urbanidad, a su época, en resumen, pero su clase política y gobernante, que tiene un peso exorbitante, se aferra a tradiciones, rituales y prácticas del pasado que se encaraman a la espalda del resto de la sociedad, como aquel horroroso fantasma de la película tailandesa Shutter.
Nadie se llama a engaño aquí. Los libritos de campaña dictan los rumbos y hasta los estrategas extranjeros saben cómo lidiar con las masas locales, aquellas multitudes a las que elogiaba Lenin. También se sabe que la Historia puede ser cíclica y que, lo he recordado en otra ocasión en este espacio, tiene memoria de elefante, como quería Günter Grass. No deja de llamar la atención, por eso, que la clase política sea la más proclive a reponer hábitos, acaso retomando hoy las nuevas herramientas para sus focus groups y mediciones comparadas, pero siempre aterrizando en las formas de la vieja escuela: el acarreo, el pase de lista, el refrigerio, la repetición de fórmulas del benefactor.
México en su conjunto va a una velocidad estándar, quizá una menor a la deseada, pero compite y se empareja hasta donde alcanza. Bueno, ya hasta Cruz Azul y Atlas fueron campeones en el fut, si se me permite el ejemplo más banal, que por eso mismo es más ilustrativo. Su clase política, empero, conserva los rituales del PRI y se entiende por el hecho de que ese partido gobernara 71 años al hilo. Sin embargo, su inercia ha dado poco espacio a la modernización de una política anclada en el siglo XX.
Y no se avizora nada distinto más que seguir con ese peso muerto a cuestas, como el fantasma de Shutter, los próximos seis años, gane quien gane. El horror.