Esperamos que el virus traiga una nueva “consciencia”, un nuevo modo de entender la vida en sociedad. No me refiero, claro, a la eliminación de nuestros hábitos más insignificantes: darnos la mano y abrazarnos. No. Espero que no. El virus ha puesto en escena nuestra capacidad de pensar colectivamente desde las acciones individuales más sencillas: cuidarnos a nosotros mismos es cuidar a los demás.
Al final, el virus nos reveló que estamos unidos invisiblemente: un estornudo en Asia nos tiene, ahora, pensando en lo catastrófico que podría ser enfermar y, por nuestra imprudencia, contagiar a cien personas de las cuales, al parecer, al menos cinco podrían morir. Es una responsabilidad muy grande e invisible. Es obvio, claro, que no todos podemos darnos el lujo de la “consciencia social”.
El confinamiento es un privilegio, sí, no sólo desde la perspectiva económica y de clase, sino también desde lo que se conforma en el espacio que llamamos “hogar”: no para todos es un lugar agradable; como tampoco eso que llamamos “familia” es, para todos, un espacio seguro, de comprensión y amor: sabemos que las violencias más absurdas nacen, también, ahí donde la sangre es una sola y el amor el supuesto lenguaje mínimo.
Pero es un consuelo pensar que el virus nos está poniendo en el camino de la lucha contra la desigualdad, que ha sembrado la consciencia de que hay cientos de miles allá afuera que no pueden parar, que no pueden detenerse porque hacerlo les implicaría la pérdida de todo.
Es esperanzador creer que el virus nos volverá, al menos por un mes, más empáticos: que nos está dando la oportunidad de ponernos al servicio del otro haciendo, en realidad, casi nada: quedarnos en casa.
@eljalf
