Cultura

Oración por la muerte de mi amigo

Estábamos llenos de rabia. Nos sabíamos listos, brillantes, hermosos. Y no pudimos escribir nuestros nombres con letras de oro en ninguna página: sólo tal vez en el libro del otro: tú en el mío y yo en el tuyo. Soñábamos con un mundo distinto, en el que pudiéramos ser quienes verdaderamente somos: invasores iracundos dispuestos a quemarlo todo, pues, gracias a Dios, aprendimos muy jóvenes a no ser indiferentes. Y nos reunimos a la sombra de los árboles –y bajo tierra– a hablar de nuestros sueños. Y a pesar de nosotros mismos, los cumplimos. A nuestra manera: yo escribí un libro y tú viste la aurora. Pero no pudimos calmarnos y vivimos tanto tiempo en santo exceso y nos despedazamos tantas veces gritando en la carretera o frente a un espejo que en realidad era un lago con nubes estriadas reflejadas en su superficie. Y aprendimos a sumergirnos y a amar en la desesperación del ahogado. Y amamos, Dios, amamos como nadie ha amado en este mundo. Deshicimos las fibras de nuestros cuerpos en amor, tanto y tanto amor. Y nos dejamos arrastrar por el fuego, y nuestra amistad se forjó en las tórridas avenidas de la ciudad, testigo de nuestra estridente existencia y nuestra lumbre. Y supimos también respirar: cuando fue necesario salimos a la superficie e hicimos lo que nos enseñaron: barrer lo que ensuciamos, levantar los vidrios rotos y la ceniza. Y así fuimos dichosos en la calma y en el desierto y en la nieve, y en los brazos de quien supo amarnos a pesar del centro amargo que se nos confundió con alma. Gracias, Señor, porque pudimos mirarnos enteros al amanecer en la curva del ojo de quien nos amó y amó nuestro dolor y nuestras cicatrices.

Esta oración es para nuestros demonios. Perdónanos, Señor, pues no supimos ser tus hijos. Perdónanos, noche, por la lumbre. Perdónanos, día, por el hielo. Gracias por la furia. Perdona, José Luis, el miedo agazapado en el centro de mi pecho. Perdón, amigo, porque sólo pude ofrecerte este pedazo de corazón enfermo de rabia. Perdón, amigo, porque no supe ver la astilla que se encarnó en tu garganta. Gracias, hermano, por la luz, por el rayo, por los ángeles caídos. Gracias, Señor, por condenarnos, a los desesperados, a la tormenta. 

In memoriam José Luis Oyoqui García, 1982-2023


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Alfonso Valencia
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