Supongo que hay temperamentos que están bien con despertar, todas las mañanas, con el armonioso anuncio del vendedor de tamales oaxaqueños; y que hay algo de solidario en soportar el soundtrack del autoempleo urbano: el fierro viejo, los tamales, el pan, el gas, el agua y, de un tiempo para acá, los “bisquetes” de 3 pesos.
Hace algunos años, en este espacio, me quejaba amargamente de una lonchería, ubicada frente a mi casa, que abría a las 6 a.m. y, como si de un acto cívico se tratara, arrancaba a todo volumen con un himno de Vicente Fernández, para seguir con el repertorio de moda de entonces: la armoniosa estridencia de las tubas de La Arrolladora. Mi día, evidentemente, empezaba de maravilla, con la motivación suficiente para salir al trabajo lo más pronto posible. Traté, claro, de exponer lo absurdo de la situación a las encargadas, pero, al parecer, no estaban haciendo nada “malo” porque su bocina, efectivamente, estaba en “su” banqueta.
Afortunadamente, mi deseo de automutilación matutina cesó sin que las chicas abandonaran su ritual de lavar “su” banqueta escuchando y cantando estos celos, me hacen daño, me enloquecen.
Yo lo único que he querido es un espacio silencioso; desafortunadamente, no puedo pagar por él. El silencio es un bien escaso. La imposición violenta de nuestros gustos musicales o de nuestros modos de ganarnos la vida es inevitable en la selva urbana clasebajomediera, regida por la ley del más fuerte.
Y comprendo por qué, ante las posibilidades de transformación de nuestra idea de espacio público, no se ponga sobre la mesa el problema del ruido. Yo ya sólo pido que el de los tamales no pase tan temprano y que el panadero con el pan apague su bocina a las 11 de la noche. Por fa.
@eljalf