Si no han jugado con algún generador de imágenes a partir de textos, deberían intentarlo. Basta con poner Dall E 2 en el buscador, registrarse y ordenar a la inteligencia artificial que cree una imagen mediante una frase corta o una serie de palabras. El programa arrojará una imagen prácticamente inexistente, creada a partir de su entrenamiento semántico y relacional con millones de imágenes y sus textos asociados o etiquetas. Los resultados son casi siempre sorprendentes: sin problema, la inteligencia artificial crea una fotografía de una fiesta de estudiantes foráneos en una colonia de Pachuca, una obra de arte al estilo impresionista, la fotografía de la que considera pudo ser la modelo de Da Vinci para la Gioconda, o su propia versión de un rapero ya muerto bebiendo una michelada en la playa… Usar este tipo de generadores de imágenes es divertido, y desde los estudios creativos son útiles para presentar, ordenar y proyectar ideas, e incluso para experimentar artísticamente.
El problema surge cuando caemos en lo que Masahiro Mori denominó “el valle inquietante”, que no es otra cosa más que ese punto en el que las máquinas se comportan o se parecen tanto a nosotros que resulta siniestro o turbio. Si tienen asistentes como Alexa en casa, resulta perturbador percibir en sus respuestas algo como hastío o enojo… ¿de verdad se puede enojar una máquina?, ¿qué pasaría si lo hiciera? La respuesta, más allá de estar en el centro de la ciencia ficción, nos hace pensar en la relación tan íntima que llevamos con nuestros dispositivos y computadoras y lo que creamos con ellos, que es prácticamente toda nuestra cotidianidad.
El problema con las imágenes creadas con inteligencias artificiales es que llega un punto en el que resultan abrumadoramente certeras y perdemos, por un momento, la capacidad de discernirlas de la realidad. Y eso, supongo, es un problema el que tarde o temprano tendremos que pensar críticamente.
Alfonso Valencia
