La pandemia nos arroja dos cifras desoladoras: las de enfermxs y muertxs, y aquellas relacionadas con la ralentización económica. La industria detenida por la fuerza de contagio del virus nos presentó la falsa dicotomía entre salvar al sistema o cuidar la salud de las personas.
La gente que cree que hay algo que decidir me da ñáñaras. Existen, y recientemente han salido a las calles, a bordo de sus autos, a protestar. Los vimos, más que con admiración o empatía, con alipori: pena ajena: “Nos estás matando de hambre”, leímos escrito con tinta fosforescente sobre los vidrios polarizados de una camioneta blanca. La victimización. Esta gente, de algún modo, se asume como una “minoría oprimida”. Desde ahí, leyendo esto en la pantalla de un celular conectado a internet, no sabes lo que es el hambre, ni el miedo que debe provocar la auténtica incertidumbre.
Crees que la incorrecta elección de carrera, la ansiedad y los cheques impuntuales son los medios de la desgracia: verdaderas crisis que deben resolverse, ya. Y crees que eso te conecta y te hermana con otras víctimas, como si fuera lo mismo. Se trata de la tentación blanca y aséptica de la pobreza y el sufrimiento y las ganas de decir: “El mundo es una mierda y el sistema es una mierda”, pero saber, como dice Jarvis Cocker, que basta una llamada cuando aparezca la primera cucaracha, para escapar.
Y escapar, para ti, es regresar a donde no hay daño. Pero hay quienes no pueden escapar porque no hay a dónde volver. Y eso es lo que importa: no tus quejas escritas en una cartulina o en la ventanilla polarizada de tu carro, no tu necesidad de estar siempre en el centro y encajar y robar, a como dé lugar, el discurso de quien sufre. Porque tu protesta no representa a nadie: es un insulto para quien verdaderamente está muriendo de hambre.
@eljalf