Según los datos meteorológicos, Otis era un sistema pequeño; una tormenta tropical con vientos de poco más de 88 kilómetros por hora que solo se extendían a 48 kilómetros de su centro. Pero al paso de tan solo 24 horas, -en lo que el “Centro Nacional de Huracanes” de los Estados Unidos calificó como un “escenario de pesadilla”-, Otis se convirtió en un monstruo; un huracán categoría 5 con vientos de un poco más de 265 kilómetros por hora. Acapulco se convirtió en la primera ciudad del mundo con más de un millón de habitantes en ser golpeada por el ojo de un huracán de esta categoría.
Cuando ocurre un desastre de estas proporciones se vuelve urgente el envío de todo tipo de ayuda para los damnificados, lo que no es fácil por cuestiones de logística y por los daños a la infraestructura de la comunicación en todo su espectro.
Hace un par de semanas escribía en este mismo espacio que en nuestro trayecto en este mundo, el sufrimiento no es algo optativo. A veces llega sin causa clara; en otras ocasiones es la cosecha de lo que durante mucho tiempo sembramos; otras veces es causado por terceros, tanto conocidos como desconocidos.
No hay un solo ser humano que no enfrente tormentas en esta vida. Sabes bien a lo que me refiero. Accidentes, pérdida de empleo, divisiones y problemas familiars, traiciones, abandono, divorcios, abuso sexual, físico y emocional, violencia, enfermedades, muerte de seres queridos.
Cuando un “huracán categoría 5” golpea nuestra vida es fácil perder la esperanza. Nuestra “infraestructura de comunicación” queda dañada. Todo luce gris y desolador. Pero hay un Dios Omnipotente, Omnisciente y Omnipresente que no te ha perdido de vista y quiere rescatarte.
“Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación..., desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios”, Salmo 90.1. “Jesús les dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida”, Juan 14.6. “Clama a mí y yo te responderé”, Jeremías 33.3. “Vengan a mí todos los que están trabajados y cargados y yo les daré descanso”: Jesús, Mateo 11.28.
Clama a Él; no te desechará, dejará ni desamparará. Díle: “Señor Jesús. Gracias por amarme y morir por mis pecados en la cruz. Recibo tu perdón. Ven a mi interior. Sana mi corazón y sálvame. Creo en ti y te entrego por completo mi vida. Amén”.