¡El fotógrafo!
La luz
“¿Qué ser vivo, capaz de sentido, no ama por encima de todas las mágicas apariciones que en su derredor se ensanchan, a la luz, suma de la alegría?”. Novalis.
Tengo frente a mí a Mariano Aparicio. Sus ojos son dos espirales brillantes que conducen a un archivo circular, que conforma un museo mental de rostros interminables. Aparicio hizo mil seiscientos retratos en un solo día, diez mil en diez días, y más de sesenta y dos mil en siete meses, con el mérito añadido de que, en este último caso, no fotografió a las personas en un solo sitio, sino por todo el país: “Rostros de México” fue una hazaña física y del espíritu. Este proyecto, que fue una búsqueda artística del perfil del mexicano en el marco del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución, le permitió “convertir a las personas en una obra de arte”. Aparicio logró, además, que su galería de exposición fuera la plaza pública: en el espacio común montó un museo a cielo abierto. ¡Clic!
Aparicio es un nombre conveniente para alguien que hace “aparecer” a través de la fotografía. Sus retratos conforman un expediente del ser humano en su existir en el mundo, pero también la cartografía de lo universal que habita en el nosotros, y por eso afirma que “los rostros son mapas de vida”.
Su vocación por el registro es una forma de resistir a las fuerzas del olvido. Un ejemplo es su afán de documentar la desaparición de ocupaciones y oficios. “Considera las fotografías de finales del siglo XIX y principios del XX, donde puedes ver al lechero en la mula, o al vendedor de pulque, que son trabajos que ya no existen. Pasará lo mismo con el distribuidor de garrafones de agua, los organilleros, o los repartidores de tanques de gas. Piensa en el fotógrafo de plaza, por ejemplo, quien ponía de fondo la Catedral, o una imagen de la Virgen, y te retrataba con una cámara de placa; después se utilizaron impresoras, pero con el tiempo estos fotógrafos urbanos perdieron la batalla contra las cámaras portátiles y los celulares”.
Es irónico que sean fotógrafos, cuya profesión es contrarrestar el olvido, quienes enfrenten el problema de su propia desaparición. Pero también les pasa a los cronistas, a los periodistas, y a las profesiones dedicadas al registro, lo que es una señal de que no interesa demasiado la historia (esto ofrece una clave para descifrar nuestro presente). Sin embargo, la producción de la imagen no puede sustituir la mirada. Un celular con la mejor tecnología no remplaza a la exactitud de un ojo entrenado para descubrir que en lo ordinario se oculta algo extraordinario. No es la cámara la que hace a un fotógrafo, sino su capacidad de interpretar el mundo, de concebir una visión, de aislar un fragmento de tiempo y darle un significado, de manera que mediante este “soporte” exista un asidero material al que podemos aferrarnos para resistir al incesante río del tiempo, cuyas corrientes se agitan cada vez más a prisa.

La oscuridad
“Más celestes que las estrellas nos parecen los infinitos ojos que la noche abre en nosotros: ellos pueden ver más lejos que esos pálidos e incontables ejércitos, y sin necesidad de la luz, penetran las profundidades del espíritu”. Novalis.
“Si me das a escoger, yo prefiero la oscuridad”, dice Aparicio. “Me gusta matizar con ella; elijo tonos grisáceos por encima de los blancos. Mi trabajo tiende a los fondos negros. Huyo de la luz. No me gusta caminar en el sol. Siempre me han atraído más las sombras”.
Aparicio me enseña su propia “Lotería”. Son cincuenta y cuatro cartas de un proyecto en el que reinterpreta este juego de mesa con desnudos femeninos en blanco y negro. Tardó doce años en terminarla, por lo que todo indica que tiene debilidad por trabajar en proyectos ambiciosos. “El desnudo es caminar en la cuerda floja, es un arte de la sutileza. Me gusta porque me ofrece una libertad sensacional para hacer paisaje, puesto que la figura humana es paisaje: yo no veo un cuerpo, sino una colina, una montaña, un lago, un cielo”.
Antes de hacer cada uno de sus retratos, Aparicio lo meditó, le dio vueltas, lo ensambló intelectualmente. Las fotografías de estudio en su lotería tuvieron detrás una larga serie de bocetos en que imaginó la luz, las formas, los objetos, así como la estructura de relaciones del conjunto. Pero es su modo de trabajar, y le gusta que, al llegar a la sesión, ya tenga listo el fondo que quiere, la intensidad de luces y el lente justo. Así puede concentrarse en materializar su visión, porque la mirada del fotógrafo es una flecha sagrada que sale disparada desde el arco del ojo e intenta encajarse más allá de la superficie de las cosas.
“Para mí, la oscuridad es la desconexión del mundo. Encuentro en ella la concentración plena. En las sombras puedo guardar mi parte más oscura, esa que todos tenemos, pero que la moral disfrazada niega. La oscuridad es paz, es silencio”.