
La ironía es una tabla de salvación ante los males mundanos, ya sea la tragedia personal, la paradoja, el capricho de la fortuna o la amenaza del tirano. Otorga una distancia crítica en la que cabe el humor, la bonhomía y el ingenio. Como método, milita contra el autoengaño, disipa las jerarquías y es anti-dogmática.
Las posibilidades de la ironía son amplias y por eso es imposible reducirla a una estrategia de resistencia; puede asociarse al cinismo, la liviandad y el escarnio desde una posición privilegiada. La ironía libera del mito, pero, sin límites, derrumba lo que se erige e incurre en su propia desmesura, y puede llevar a la falsa salida del nihilismo: nada es mejor, todo vale lo mismo. Desde esta perspectiva la ironía se vuelve un recurso retórico esnob y pueril. Por esto, si queremos desacralizar los mitos del poder sin deshumanizar ni despolitizar la vida, se necesita unir la ironía con la responsabilidad. Un gran ejemplo es el debate titulado ¿Estamos de acuerdo?, entre el irlandés Bernard Shaw y el británico G. K. Chesterton en 1923. Ambos autores discutieron acerca de la vía capitalista y la opción socialista en Gran Bretaña. Aunque mantuvieron un antagonismo político y programático, ellos estuvieron de acuerdo en que la ironía es una forma de argumentación inteligente, amena e incluso pedagógica, y que por ello puede servir a un propósito generoso y políticamente relevante, como el reflexionar acerca de cuál sistema social permite alcanzar la felicidad humana. En cuanto a la disputa intelectual que mantuvieron, valga decir que fue una lucha encarnizada, pero pulcra, como un genial combate de esgrima. A continuación recupero algunas postales:
En su primera intervención, Shaw asegura que Chesterton “se dedica a decir e imprimir las mentiras más extravagantes”, aunque para aligerar su invectiva, desliza: “En cuanto a mí, suelo hacer muy a menudo el mismo tipo de cosas”. Su planteamiento puede resumirse en la siguiente afirmación: deberíamos ser tolerantes ante cualquier tipo de crimen, excepto frente a la distribución desigual de las rentas. Chesterton contraataca: “Yo desearía que los medios de producción pertenecieran a la comunidad, y hasta ahí digo que pueden vernos a Mr. Shaw y a mí paseando por floridas praderas. Pero más tarde, ¡ay! hubo un cambio. Y aquel cambio se debió a la enorme superioridad de Mr. Shaw, a su poderosa inteligencia. No es culpa mía que él haya seguido siendo joven, mientras que yo, en comparación, he ido arrugándome, volviéndome demacrado, viejo y experimentado en los hechos elementales de la vida humana”. El escritor británico toma la estrategia de contraponer su realismo político con las pretensiones de virtuosismo humano de Bernard: “Mr. Shaw elabora abstractos diagramas, llenos de triángulos, cuadrados y circunferencias; nosotros estamos tratando de pintar el retrato de un hombre, que desea ciertas cosas. Le satisface cierto grado de libertad, determinadas clases de propiedad, determinados tipos de apego, y sin ellos no podría ser feliz. Mientras que Mr. Shaw propone distribuir la riqueza, nosotros proponemos distribuir el poder”.
Por su parte, Shaw denuncia la desigualdad económica que resulta de la postura de Chesterton en el caso de los terratenientes ingleses, quienes creen que tienen derechos absolutos en su propiedad, aun si eso contraviene al bien común. Para explicar su punto, Shaw se vale de un desternillante ejemplo: “Poseo un derecho legal ciertamente muy restringido del uso de este paraguas. No puedo hacer lo que se me antoje con él. Por ejemplo, en ciertos momentos del discurso de Mr. Chesterton he tenido la tentación de levantarme y golpearle con él en la cabeza. Pero si abusara de mi derecho de hacer lo que quiera con mi propiedad —mi paraguas—, no tardaría en recibir una advertencia —seguramente mediante el puño— de que no puedo tratar mi paraguas en tanto propiedad mía del mismo modo que un terrateniente puede tratar su tierra”.
Chesterton le responde: “Cuando Mr. Shaw se abstiene de golpearme en la cabeza con su paraguas, el verdadero motivo —aparte de su auténtica bondad, que lo lleva a respetar a la más humilde de las creaturas de Dios— no es que no posea la propiedad de su paraguas, sino que no posee la propiedad de mi cabeza”. Chesterton le contesta lanzándose a defender “aquello en lo que el Estado y los Diez Mandamientos estarán de acuerdo: el derecho a la propiedad”.
La glosa de este debate, excepcional en fondo y forma, permite muchas extensiones. En cualquier caso, de este intercambio importa destacar el papel de la ironía, que a Chesterton le sirvió para proteger el estilo de vida inglés con sanity, sensatez, sentido común, mientras que Shaw quiso promover con la ironía el gradualismo, una de las banderas de la Fabian Society, la destacada comunidad intelectual y política a la que pertenecía. Los despliegues de ingenio que leemos no son pura vanidad, sino la defensa comprometida de proyectos políticos contrapuestos.
El estilo irónico es alegre y profundo, dialéctico y sutil. Es genial porque permite reconocer nuestros vicios con perspectiva y abrir paso a que nos reconciliemos con la imperfección del mundo y con las contradicciones humanas.