¿Qué es el mundo? Preguntó mi hija cuando era niña. Me quedé callado. Sencillamente no supe qué contestar. Como no se me venía nada a la mente le dije que lo iba a averiguar.
La pregunta no es fácil. Encierra tantas cosas. Cómo entender el mundo. Estoy seguro que nunca nos vamos a poner de acuerdo en tal cuestión. Y es una pregunta importante, trascendente; es profunda y encierra una multitud de respuestas, de posibilidades. Porque la pregunta de ¿Qué es el mundo? es, en realidad, ¿Qué carajo hacemos en él?
Desde nuestro cuerpo miramos hacia afuera y advertimos que todo eso que nos rodea es una compleja amalgama cambiante de luces, gases, líquidos y rocas. Asumimos que somos la conexión entre todo eso y que cuando desaparecemos, todos esos elementos y sus permutaciones dejan de comunicarse entre sí y pierden conexión y sentido. Eventualmente cesan de existir y todo se transforma en un mesénquima oscuro, insondable. Entonces concluimos que el mundo no puede existir sin nosotros: somos una pieza indispensable, absolutamente necesaria.
El pequeño mundo que habitamos lo tiene todo. Quizá no sea el mejor de los mundos –el peor no es–, pero hemos aprendido a vivir en él y a desarrollar grandes –y breves– cosas en él. Y esa es justamente una de las condicionantes necesarias para vivir, sobrevivir y ser felices en este planeta: comprender la brevedad. Es la esencia de lo que somos.
Algunos tienen esta idea de que la vida, el mundo, de cierta manera nos rechaza. No es así. Somos nosotros quienes nos hacemos a un lado, nos excluimos de este grandioso e incomprensible escenario, de este espejismo en el cual no terminamos de ubicarnos, pero pretendemos saber por qué estamos aquí y hemos determinado cuál es nuestra función. Las cosas simplemente ocurren a nuestro alrededor mientras intentamos asimilarlas, de reconocernos en ellas, de reconfigurarnos constantemente para ser algo más que un proceso aleatorio, meramente accidental y sin sentido. Porque son precisamente nuestras acciones cotidianas, impulsadas por nuestros sueños, los ardorosos ímpetus del deseo, de las aspiraciones y convicciones de juventud que aún permanecen en nosotros luego de tanto tiempo, de tantos traspiés, de fracasos, desilusiones y desencantos. Pero pronto caemos en cuenta que solo nos andamos por la vida neuróticos, culpables, forzándonos a hacer cosas inviables, imposibles, absurdas, creyendo que con eso alcanzaremos algún tipo de resolución, de falsa justificación de nuestras desgastadas vidas, de ese montón de sueños truncos, de esa morusa de recuerdos inconexos y sin valor, y todo para no reconocer y aceptar la gran decepción que fueron nuestras pobres e insignificantes vidas.
Me asfixia un poco el saber cómo fuimos formados en este mundo, pero no lo que debemos hacer con esa existencia. Quizá la imaginación sea nuestro escape.
El nuestro es un mundo viejo, pero no cansado y mucho menos aburrido; aguas torrenciales, erupciones volcánicas, sismos, deslaves, huracanes, tornados, sequías, guerras y más guerras. El nuestro es un mundo vivo, lleno de espasmos, de convulsiones, de alientos mortales y resquebrajamientos. Somos nosotros una de sus más recientes creaciones y en nuestra sangre llevamos estos violentos flujos, en nuestros pulmones procesamos las caóticas exhalaciones atmosféricas y nuestros excrementos son reestructuraciones de la tierra. Ah, y nuestros pensamientos: diáfanas y volátiles efervescencias de toda esta confusión que somos.
El nuestro es un mundo que nos corresponde solo por un tiempo. Después de eso, quién sabe. Vamos a romper, a quemar todo. Somos una travesura divertida a ratos, molesta en otros, pero al final, inconsecuente. Nos hemos creado –y creído– un sentido que apunta hacia la nada y sentimos que es algo. Creemos con firmeza que nuestros desvaríos poseen un valor enorme y que van a persistir en el tiempo. Lo cierto es que se nos acaba el tiempo en este pequeño y discreto mundo que nos formó, que nos vio nacer y que nos verá desaparecer. Ese, nuestro pequeño mundo, y nosotros, tan pequeñitos, tan breves, tan olvidables.
Y eso, temo informar, es todo: ¡no hay más!