Huele a tierra mojada, a trigo que se mece bajo un sol generoso, a promesas de pan para millones. Pero al mismo tiempo, huele a muerte: un gas invisible que atraviesa el barro, que se desliza por las trincheras y mata sin advertencia. Esa es la paradoja de Fritz Haber, el químico alemán que cambió el mundo, tanto para bien como para mal.
En los libros de historia, Haber aparece como un héroe de la ciencia: premio Nobel de Química, inventor de fertilizantes que garantizaron alimento para generaciones enteras. Pero en los campos de batalla de Ypres, Bélgica, y en los laboratorios donde la ciencia se convirtió en arma, es recordado como el pionero de la guerra química.
Hoy, mientras la humanidad se enfrenta a dilemas éticos similares con biotecnología, inteligencia artificial y armas de destrucción masiva, su trayectoria cobra relevancia más que nunca: ¿cómo se mide el valor de un científico cuando su genio salva vidas y, al mismo tiempo, las destruye?

La revolución que salvó a millones
Por aquellos días, a comienzos del siglo XX, el mundo se encontraba al borde de una crisis alimentaria. El nitrógeno, vital para el crecimiento de los cultivos, era escaso. Dependíamos de abonos naturales como el guano o el salitre, cuya disponibilidad disminuía rápidamente.
Fritz Haber encontró la solución: un método para extraer nitrógeno del aire y convertirlo en fertilizante. En 1907, lo logró. Los campos de trigo y maíz crecieron altos y robustos; los granjeros dejaron de temer por la hambruna; millones de vidas fueron salvadas. Su invento no solo transformó la agricultura: cambió el destino de la humanidad.
Sin embargo, esa misma innovación se convirtió en un arma de guerra. Alemania, bloqueada por los británicos durante la Primera Guerra Mundial, utilizó el proceso Haber-Bosch para producir explosivos. Lo que salvó a multitudes de personas de morir de hambre también fue responsable de la muerte de miles en el frente.

De Breslau a los laboratorios de Karlsruhe
Fritz Haber nació en 1868 en Breslau (hoy Wrocław, Polonia), en el seno de una familia judía acomodada. Desde joven, la ciencia lo fascinó: caminaba por calles empedradas soñando con fórmulas químicas y reacciones invisibles.
En 1886 comenzó sus estudios de química en Berlín y luego en Heidelberg. Conoció a Clara Immerwahr, una talentosa química que se convertiría en su esposa y que siempre se opuso a que su marido usara la ciencia como instrumento de guerra. La pareja tuvo un hijo, Hermann, y juntos vivieron una historia de amor entre retortas y matraces.
Entre 1894 y 1911, Haber colaboró con Carl Bosch en Karlsruhe para desarrollar el proceso que sintetizaba amoníaco a partir del hidrógeno y el nitrógeno atmosférico, usando altas presiones y temperaturas. Ese avance fue reconocido con el Premio Nobel de Química en 1918, un galardón que contrasta con el horror que causó en los campos de batalla.

Ypres: la nube que cambió la historia
En 1914, Europa estalló en guerra. Alemania necesitaba nitrógeno para sus explosivos, y Fritz Haber dirigió el Servicio de Guerra Química. El 22 de abril de 1915, durante la Segunda Batalla de Ypres, liberó gas cloro contra tropas aliadas. Soldados murieron asfixiados en cuestión de minutos; la guerra química había nacido.
Imágenes de militares sufriendo, de cuerpos caídos en campos ennegrecidos por la toxicidad del gas, recorrieron Europa. Al mismo tiempo, los fertilizantes que él había inventado seguían alimentando una vasta población. Haber era un genio y un monstruo, un salvador y un destructor.

El Nobel y la sombra del genocidio
Tras el armisticio de 1918, Haber fue declarado criminal de guerra por los Aliados. Pero ese mismo año, recibió el Premio Nobel de Química. La paradoja se acentuaba: un hombre reconocido por salvar vidas también había participado en la invención de la muerte masiva.
Su vida personal tampoco escapó a la tragedia. Clara, incapaz de aceptar la transformación de su marido en arquitecto de la guerra química, se suicidó. Haber continuó con sus investigaciones, incluso en Alemania, y su trabajo más tarde contribuiría indirectamente al desarrollo del Zyklon B, gas letal usado por los nazis en los campos de concentración.
En 1933, debido al ascenso del nazismo y a su origen judío, Haber tuvo que abandonar Alemania. Viajó a París, Suiza y Palestina, pero su salud, ya frágil, lo traicionó. Falleció de un paro cardíaco en Basilea el 29 de enero de 1934.
Según diversas investigaciones, actualmente cerca de la mitad de la humanidad depende de los fertilizantes generados por el proceso de Haber. Sin embargo, la ética de su trabajo sigue siendo un tema urgente.
Así, en pleno siglo XXI, cuando los avances científicos prometen tanto como amenazan, muchos expertos consideran que la figura de Haber sigue siendo una lección. Según ellos, alimentó al mundo y, al mismo tiempo, lo envenenó. Su vida revela con crudeza la ambigüedad del poder y de la ciencia: la misma fórmula que impulsa la vida puede, con igual fuerza, traer la destrucción.
