El 19 de septiembre, Julieta Fierro dejó de mirar e investigar las estrellas para fundirse con ellas. A los 77 años, la astrónoma más querida de México partió, pero no sin antes dejarnos un último obsequio: una conversación íntima, aún inédita, en la que no habló sólo como científica, sino como mujer, madre, hermana, amiga, luchadora social y eterna soñadora.
De niña anhelaba ser un hada con una varita mágica para borrar el sufrimiento del mundo. No la tuvo, pero encontró otra más poderosa: la ciencia. Con ella viajó a los rincones más pobres de la India, donde niños que jamás habían tenido un juguete atesoraban los objetos de sus experimentos como si fueran tesoros. “Ahí sí fui un hada”, confesó entre risas.

También soñó con ser trapecista y vivir entre elefantes, luego de ver una película. Los columpios de su jardín se convirtieron en sus primeros trapecios.
Su vida estuvo marcada por una pérdida temprana. A los 11 años, cuando murió su madre, Julieta se convirtió en segunda mamá de Miguel, su hermano de apenas 11 meses con síndrome de Down. Fue él —además de su madre— su verdadero maestro de vida. A Miguel quería enseñarle de todo: palabras en inglés, nombres de plantas, juegos de matemáticas. En ese esfuerzo por explicarle lo complejo de forma sencilla, sin saberlo, comenzó a forjarse la rockstar de la divulgación científica.
De su madre heredó el ingenio y la capacidad de sorprender. Estadunidense de origen, hablaba un español accidentado que hacía reír a sus hijas. Les organizaba fiestas insólitas de cumpleaños: una con ponis y sombreros vaqueros, otra hawaiana con cocos servidos como platos. Cuando ella murió, Julieta y su hermana Carmen —apenas adolescentes— se convirtieron en madres sustitutas de sus dos hermanos menores.
Su dislexia la llevó a refugiarse en los números. “Siempre saqué ceros en francés, pero dieces en matemáticas”, recordaba con humor. Ese camino la llevó a la Facultad de Ciencias de la UNAM, donde fue una de las siete mujeres en una generación de 70. Sólo tres lograron titularse.

El 68 también fue su despertar. No era la política lo que la movía, sino la libertad de estudiar. “Era una época idealista: amor y paz, comunismo, pastillas anticonceptivas… íbamos a cambiar el mundo. Se suponía que iba a haber justicia, salud, educación, vivienda y servicios para todos”, contó en el podcast Pioneras de MILENIO, conducido por las periodistas Claudia Solera, Janet Mérida y Cinthya Sánchez.
Para cumplir su sueño de estudiar en la universidad tuvo que irse de casa y financiar sus estudios. Su padre quería que ella y su hermana se dedicaran al hogar. En aquellos tiempos, a las niñas se les preparaba en las escuelas para ser buenas amas de casa.
“Pero cuando mi hermana y yo decidimos irnos, tuvimos que trabajar y estudiar. Ella me dijo: 'Si estudias física va a ser más fácil que te contraten como maestra'. Y por eso estudié física”, relató.
Julieta fue muchas primeras veces: la primera divulgadora que firmaba autógrafos, la primera mujer en ocupar la silla XXV de la Academia Mexicana de la Lengua, la primera en hablar de astronomía usando nariz de payaso. Sus reconocimientos llegaron de México y del extranjero: la Unesco, la Academia de Ciencias del Tercer Mundo, la Sociedad Astronómica del Pacífico. La primera en dar una conferencia a mujeres en una universidad de los Emiratos Árabes, a quienes cubiertas con burkas negras, escuchaban fascinadas.

Pero su lucha más constante fue por dignificar la vida de las mujeres en la ciencia. Defendía que las investigadoras tuvieran condiciones de apoyo como las que ella disfrutó al criar a sus hijos: una suegra extraordinaria, maestros en casa, empleadas domésticas bien pagadas.
“Hay muchas mujeres premios Nobel, pero han tenido condiciones muy favorables, como las que tuve yo. En Corea cada vez hay más mamás científicas que no tienen niños, porque saben que no pueden hacer ambas cosas. ¿Tú crees que eso es sano? No. Nosotras queremos tener hijos, pero también ser mujeres interesantes. Eso hará que nuestros hijos sean interesantes”, decía con firmeza.
Acudía con diputadas para reclamar guarderías en universidades y centros de investigación, becas para científicas embarazadas y condiciones que permitieran a las mujeres no renunciar a la maternidad. Les decía: “¿Qué onda?”. Su mayor consejo era dejar atrás la carga de demostrar que podían ser valiosas: “Eso ya lo hizo mi generación”.
Su filosofía era simple: las mujeres no tenían que ser perfectas, sino felices. Admitía que salía a dar conferencias sin tender la cama ni lavar los trastes, y no pasaba nada. La felicidad, aseguraba, sólo se encontraba en los retos: desde aprender un nuevo baile hasta cambiar el tinte del cabello.
En los últimos años, había iniciado una nueva batalla social: la de los adultos mayores por una muerte digna: “que nos dejen morir en paz, sin sufrir, sin gastar tanto dinero, quieren mantenernos sin ningún sentido”, reclamaba.

Pese a los honores, nunca abandonó la humildad. Vivía en un departamento de interés social, rodeada de plantas, cajas numeradas y las carcajadas de sus mejores amigas, “Las velvetinas”, como las bautizó su hermano. Con ellas veía películas cada semana, compartía cervezas y hasta las convertía en cómplices de sus exposiciones científicas, disfrazándolas de diosas o ayudándola a inventar cómo expulsar sangre de un corazón humano.
En esta última entrevista habló de todo: la felicidad como instante fugaz, el derecho de las mujeres a descansar sin sentirse culpables, la urgencia de la muerte digna y la libertad de las mujeres a elegir sus batallas. Y volvió a dejar claro el principio que guió su vida: “Las mujeres no tenemos que demostrar nada. El chiste es ser felices”.

En el tintero quedaron proyectos: un libro para el CCH que explicara cómo la materia de la Tierra es parte del universo, y otro que soñaba escribir sobre cada sitio arqueológico que recorre el Tren Maya.
Hace apenas dos semanas, en el Hay Festival Querétaro, ofreció su última conferencia pública: una charla sobre “el placer de mirar el cosmos”. Hoy Julieta Fierro ya forma parte de él.
EHR