Julio César Chávez Jr. amaneció ayer tras las rejas del Cefereso No. 11 de Hermosillo. Un penal de alta seguridad en medio del desierto, lejos del ruido de Las Vegas, de los reflectores, de las entradas de mariachi y de las portadas que alguna vez lo trataron como heredero del boxeo mexicano. Allí, donde el silencio pesa más que cualquier título, está el hijo del campeón.
Su nombre carga una condena que no dicta ningún juez: ser el hijo del más grande. Nació en Culiacán en 1986 y desde entonces vivió rodeado de guantes, cámaras y comparaciones. No tuvo infancia normal; debutó como profesional a los 17 y su carrera estuvo marcada desde el inicio por el apellido, que abría puertas, pero también imponía una sombra imposible de habitar.
En 2011 alcanzó la cima: se coronó campeón mundial medio del CMB tras vencer a Sebastian Zbik en Los Ángeles. Fue su gloria y su sentencia. Un año después, la derrota contra Sergio Maravilla Martínez lo devolvió a la tierra: un nocaut moral. Encima, el positivo por marihuana lo suspendió y lo exhibió como un peleador que batallaba más con la disciplina que con los rivales.
Desde entonces la pelea fue contra sí mismo: la báscula que no perdonaba, las noches largas, los diuréticos, las polémicas con jueces, la mirada perdida. Cada regreso fue un espejismo; cada promesa de cambio, un capítulo más de la misma novela. El boxeo lo aguantó lo suficiente para llenar arenas con su apellido, pero no lo suficiente para que el hijo se convirtiera en hombre.
Las adicciones lo cercaron como antes cercaron a su padre. Solo que al Junior no le alcanzó la fortaleza ni la narrativa de redención que sí abrazó Julio padre. En 2012, 13 días en la cárcel por manejar ebrio; en 2024, arresto en Los Ángeles por posesión de arma. Y en medio de todo, rehabilitaciones, recaídas y ese aire de muchacho rico y roto que nunca terminó de entender que el boxeo no se negocia con caprichos.
El espectáculo lo recicló en peleas contra ex UFC, en circos con más morbo que técnica. Hasta que llegó junio de 2025, cuando perdió en Anaheim con Jake Paul. Ese mismo mes, lo detuvo ICE. Sobre él pesaba una orden de aprehensión en México, emitida en 2023, por presuntos vínculos con delincuencia organizada y tráfico de armas. Las acusaciones lo atan a investigaciones desde 2019 y a posibles nexos con el Cártel de Sinaloa. Su defensa lo niega. La justicia mexicana no.
El 18 de agosto de 2025 fue deportado. Lo entregaron en Nogales y a las 11:53 horas quedó registrado. De ahí, directo al Cefereso No. 11 de Hermosillo. El penal, rodeado de desierto, alberga a criminales de alto perfil. Allí no hay “ring walk”, ni cámaras, ni público. Sólo muros que pesan y la soledad como sparring.
Hoy Chávez Jr. luce deshecho. El hombre que alguna vez levantó un cinturón mundial llega a los 39 con la biografía de un caído: peleador talentoso, campeón intermitente, adicto, protagonista de escándalos, víctima y verdugo de su propio apellido. El hijo que nunca pudo escapar de la sombra de su padre y que ahora se enfrenta al juez más implacable: la realidad.
Hay quienes lo quieren ver hundirse, como símbolo de lo que se desperdicia. Otros lo miran con piedad, como reflejo de un país que idealiza héroes sin medir el costo humano de esos mitos. Lo cierto es que Julio César Chávez Jr. está en prisión. Y ahí no hay apellido que lo salve.
La pregunta no es si volverá al ring. La pregunta es si algún día peleará en serio consigo mismo.
FCM
