Habitaré mi nombre
Hemos partido de un equívoco: identificar al hombre con el poeta, cuyo nom de plume fue Saint-John Perse. La explicación más frecuente del seudónimo, aducida por el escritor, refiere que surgió para separar su faceta profesional de la literaria. Como si la voz autoral contradijera a la personal, en una nota de las Obras completas —notas que en su mayoría escribió— leemos que tal nombre “fue acogido libremente tal como se impuso misteriosamente al espíritu del poeta, por razones desconocidas para él mismo, como en la vieja onomástica: con sus sílabas largas y breves, fuertes o mudas, sus consonantes duras o sibilantes, conforme a las secretas leyes que rigen toda creación poética”. Dicha proclama, aceptada y acatada por sus críticos y lectores —salvo los más rejegos y suspicaces—, además de desmentir su propia afirmación de una decisión de índole burocrática, desvía astutamente la atención de una circunstancia: desde el principio de su actividad literaria, cuando publica Imágenes para Crusoe en La Nouvelle Revue Française, eligió el enmascaramiento lingüístico al firmar como “Saint-Leger Leger” (sin acento). Una lectura superficial argüiría que no es un seudónimo, puesto que se trata del apellido del padre, Amédée Saint-Léger Léger. Sin embargo, al suprimir los nombres de pila y los acentos de “Leger” alteró el nombre imbuyéndolo de una carga ritual: incienso para conferirle una aureola a su escritura.
El problema aumenta al advertir que incluso el apelativo elegido para la función diplomática, Alexis Leger, es una variante seudónima. En una refracción propia de las construcciones en abismo de la heráldica, la propia postulación del apellido familiar como “Saint Leger-Leger” es una invención y una maniobra litúrgica: el patriarca del linaje caribeño fue un notario parisino cuyo patronímico era Leger, sin la tríada sibilante, como revela la biógrafa Henriette Levillain. Basten dichos ejemplos para demostrar que, desde la génesis literaria en el sentido dual: inicio de la obra y elección nominal, nos enfrentamos a una borradura referencial en favor de la mitologización y a un peculiar acto de parricidio a través de la onomástica (“el hombre versado en las ciencias, en la onomástica”, leemos en Anábasis).
Si me he detenido en el pórtico (“Escrito en la puerta” es el primer poema de Elogios, un auténtico frontispicio que delata la concepción espacial del libro) para especular sobre el nom de plume es porque, en la deliberadamente oscura y mítica proclama de Alexis Leger acerca de la emergencia del tal nombre resuena la ambigüedad que distingue su poética.

A menudo suelen invocarse, tal si fueran sentencia oracular, estas palabras de Jorge Zalamea, su traductor más conocido en español, publicadas primeramente en el ensayo “La consolación poética”, el cual presentaba a Anábasis, y posteriormente, con ligeras correcciones, la Obra poética completa (2004), de cuya edición por la Pontificia Universidad Católica de Perú las copio:
Es difícil, si no imposible, descubrir las fuentes próximas o remotas de la poesía pérsica. No hay un estilo, ni siquiera un tono en la poesía europea posterior a la Edad Media, que pueda emparentarse al suyo. Es preciso llegar a los grandes textos antiguos: Píndaro, el Libro de los muertos de los egipcios, ciertas crónicas de corte babilónicas, el Antiguo Testamento, Tácito y acaso, más recientemente, la historia secreta del pueblo mongol, determinados anales chinos y algunas poesías de aparato africanas, para encontrar el mismo tono, el mismo ritmo externo e interno del versículo, determinadas y antiquísimas formas gramaticales, la copiosa enumeración censal y catastral y la floración inesperada de la metáfora irremplazable.
A este tono —dominante en la bibliografía sobre esta poesía, no únicamente en nuestra lengua—, Steven Winspur, en Saint-John Perse and the imaginary reader (Droz, 1988), lo denomina el “efecto Saint-John Perse”: lecturas analíticas que adoptan el estilo del poema y se circunscriben a los parámetros que el texto indica. Por ello, más que interpretaciones líricas o aseveraciones salseadas en proferición sibilina, la conmemoración debe recapitular los aportes esencialmente lingüísticos.
Cambiantes claridades
No toda la poesía de Saint-John Perse es oscura, enigmática, de resonancias ancestrales o de enunciación —o anunciación— profética. En rigor, la oscuridad heraclítea que se le atribuye solo corresponde a los poemas del ciclo que denominaré “de las exploraciones” —otros la han calificado como “años diplomáticos” (1914-1924)—: La gloria de los reyes y Anábasis. En cambio, los agrupados en el ciclo “antillano” (1904-1914), Imágenes para Crusoe, Para celebrar una infancia y Elogios, así como los “del exilio” (1940-1957), compuesto por Exilio y Mares, y “del retorno” (1960-1974): Canto por un equinoccio y Pájaros, resultan más legibles, a condición de que no olvidemos que la legibilidad poética es muy distinta a la del uso cotidiano de la lengua. No en vano, a raíz de la traducción de Anábasis, T. S. Eliot propuso una “lógica de la imaginación”, en la cual la coherencia en un poema se basa en las connotaciones, más que en la lógica de las ideas, para instaurar una vía de lectura textual: seguir las marcas e inscripciones en el corpus, no las interpretaciones.
Desde sus primicias editoriales, el poeta beké le otorgó precisión a la poesía moderna. En contraste con su afán de borrar los rasgos biográficos y difuminar las referencias históricas y geográficas —tendencia que se acentuará en Anábasis y Amistad del príncipe—, tal si deseara convertir en leyenda su vida y monumento del que solo sobreviven fragmentos, en esos poemas en prosa reflejaba experiencias personales, no descripciones generales ni abstractas. Incluso, cuando se contemplan a trasluz biográfico, varias construcciones ambiguas de tal época se revelan transparentes; por ejemplo, el énfasis en los tejidos: “Hablo de una alta condición, antaño, entre los vestidos de mujer, en el reino de cambiantes claridades”.
Aquello que Paul Gauguin había aportado a la pintura europea, una nueva luminosidad y por lo tanto una paleta visual de vibrante y matérico cromatismo, el joven Saint-Leger Leger —uno de cuyos primeros poemas, “L’animal”, se inspiró en el cuadro La visión tras el sermón del pintor— lo hacía a la poesía francesa: un aire libérrimo en el que palpitaba el Sol, resonaba el mar y la carne temblaba, embriagada de sensaciones. Poética luminosa, pero principalmente natural: sensorial. ¿Cómo no ver y, sobre todo, sentir en estos versículos la impresión de una vida solar, de una dicha pueril? La complicación que entraña la traducción —o lectura— de estas frases no responde a la falta de claridad en la enunciación, sino al hecho de que les exigimos definición, cuando su objetivo es propiciar una sensación; evocar el movimiento mediante la yuxtaposición. Impresionismo poético en el que las palabras se entreveran para nombrar aquello para lo cual no hay vocablos precisos.
¡Palmeras…!
Entonces te bañaban en el agua-de-hojas-verdes;
y era también agua verde sol, y las sirvientas de tu madre,
altas mozas radiantes, revolvían sus cálidas piernas cerca de ti, que temblabas…
(Hablo de una alta condición, antaño, entre los vestidos de mujer, en el reino de cambiantes claridades). *
Durante esa fase, el trasterrado nombra y recurre al vocabulario criollo; consciente de que acrecienta el caudal con vocablos insólitos que nombran experiencias insólitas para los europeos continentales. Y con ese estilo nutrido de voces ajenas a su tradición, con esas vivencias exclusivamente americanas, el joven y aún inmaduro poeta de las Imágenes para Crusoe o la celebración de la infancia heredará un lenguaje y, en especial, una actitud a los poetas del continente americano. No es descabellado afirmar que, más que de sus mayores poemas, la progenie hispanoamericana de Saint-John Perse desciende de esos primeros libros (la excepción es, claro está, otro poeta que en el nombre lleva el mar: Gerardo Deniz, cuyo Adrede viene de esas cumbres). Si Neruda, en Canto general, pretendió formular una expresión americana —para enunciarla en la bella fórmula de otro discípulo persiano, José Lezama Lima—, el nativo de Guadalupe proporcionó un lenguaje, una visión, sin recurrir a la prolijidad ni a la cansina enumeración; ensayada líricamente, por otra parte, desde Bernardo de Balbuena en Nueva grandeza mexicana, cuya huella se advierte en la racional retórica que sustenta Visión del Anáhuac de Alfonso Reyes; obra que una lectura insensata plantea como inspiración de Anábasis. Por el contrario, las enumeraciones de Perse, que recuerdan a las genealogías bíblicas como a los censos catastrales, presentes en Anábasis o Exilio, no se distribuyen siguiendo un ritmo concertado ni se ordenan bajo un patrón semántico, sino que son proliferantes, sujetas a un ritmo más sinuoso.
A la contribución de un nuevo tesoro lingüístico, añadiría la celebración de la infancia; no desde la perspectiva adulta —articulada de manera lógica, reflexiva y a menudo sentimental—, sino a ras de tierra, enraizada en el terruño, desde el que las mujeres de la servidumbre son altas y toda condición es elevada —como el estilo en el que se formulan—. La proclama de Nietzsche, tantas veces citada, del devenir-niño se formula poéticamente, por vez primera, aquí. No es poco mérito:
Y no había más que reinos y confines de luces. Y la sombra y la luz estaban entonces más cerca de ser una misma cosa…
Tercera dádiva de esta poesía es la actitud reverencial ante el misterio cósmico. Como sentenciara Archibald MacLeish —un gran poeta poco apreciado en nuestro idioma—, “La oración es el supremo acto poético y solo Perse, entre los grandes poetas de su generación, es capaz de ello”. Por su parte, la biógrafa Levillain sentenció: “Saint-John Perse se cuenta entre los pocos poetas para los que la felicidad es una virtud; y, a la inversa, a sus ojos la tristeza equivale a una enfermedad”. La obra de Saint-John Perse legó a la literatura la celebración de la residencia en la Tierra y no únicamente del terruño. De la evocación nostálgica de la infancia y de la isla perdida, pasará a una temática global, cósmica, en el sentido griego.
De ahí, acaso, el cambio en su lenguaje, a partir de La gloria de los reyes, cuando al vocablo de acepción local prefiera el genérico o colectivo. En vez de “icacos” (“y una nube/ violeta y amarilla, color de icaco”), “plantas con silicua”; de “hojas de siguina” (“tu tosco sombrero de paja o de sol, tocado con una doble hoja de siguina”), sencillas hojas; de pomarrosas o de mangos (“lunas rosas y verdes guindaban como mangos”), el genérico “frutos acuosos”. El viraje lingüístico ha ido de lo particular a lo general; a medida que el tono adquiere exuberancia y elevación, el registro desprecia la riqueza nominal para elegir la contención. El isleño barroco se ha convertido en un defensor del clasicismo, del conceptismo. Si antes “las vacas olían a guarapo”, especificando una condición, ahora se escuchan “clamores de muy áridos insectos”. En vez de nombrar, la alusión, la metonimia. Al respecto, el poeta martiniquense Edouard Glissant señala que “cristalizó en un universal sin particular”, pretende fijar las palabras (El discurso antillano).
Será este lenguaje depurado de los criollismos y de la mescolanza idiomática —aunque en la sintaxis y en ciertas figuras de expresión el origen contaminado que busca blanquearse continuará presente— el que predominará en los poemas mayores y en la retórica final de Saint-John Perse. La alabanza que comenzó con la liturgia de la infancia y las experiencias isleñas se convertirá en cántico civilizatorio: elogio y celebración de la visión occidental de la historia: exploración y fundación; conquista y comercio. Con una circunspección que recuerda los himnos homéricos (nótense las referencias a la invocación de las musas, las alusiones al tráfico con los temas de la tradición grecolatina) y los versículos del Antiguo Testamento (Deniz ha demostrado la pertinencia de esta afirmación), el poeta antillano recupera la dimensión cósmica del hombre, extraviada en la conciencia moderna, y con vocación presocrática sitúa en el mar no solo el origen vital, sino la fuente de la inspiración y la creación.
Una de sus asociaciones más eminentes es mar/ amar: “selección de alas y levantamiento de armas; amor y mar del mismo lecho, amor y mar en el mismo lecho” (“Exilio”); identificación que ofrece una clave del panteísmo inherente a esta cosmovisión, que se traduce en una consideración de la creación como una proferición, con lo que nos remontamos al Génesis y a todos los grandes poemas de creación basados en un origen unitario, circular:
Esta cosa errante por el mundo, esta alta inquietud por el mundo, y sobre todas las playas de este mundo, del mismo aliento proferida, la misma onda profiriendo
Una sola y larga frase sin cesura para siempre ininteligible… (“Exilio”)
La iluminación que surgió como una tentativa de convocar la niñez e implantarla sobre la página —sin conseguirlo— se ha transformado en una visión planetaria: el mar es también el lenguaje; la poesía es una erótica y Eros el soplo vital que anima el cosmos.
Una misma ola por el mundo, una misma ola desde Troya.
Menea su cadera hasta nosotros (Mares, traducción de Jorge Zalamea).
Recuperar la terredad (término acuñado por el poeta venezolano Eugenio Montejo para nombrar la condición de religamiento del hombre con el cosmos) de esta poesía, aliñarla del moaré de las lecturas críticas para de nuevo mostrarla en su radiante claridad, precisión imaginativa y ambición lingüística, debería ser nuestra principal meta para su conmemoración en este cincuentenario luctuoso, pero en modo alguno fúnebre.
* Saint-John Perse, ‘Elogios. Obra poética completa’, tomo 1, traducción de José Luis Rivas, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1991. Todas las citas, salvo que se consigne otro traductor, corresponden a este libro.