—Encuentro en tu escritura múltiples ecos de Hannah Arendt. En tu idea, por ejemplo, de que necesitamos repudiar la sensación de que no importa lo que hagamos, no tendrá consecuencias, de que todo es demasiado pequeño o ya es demasiado tarde. Tú insistes en recordarnos que un aspecto fundamental de la condición humana es nuestra capacidad de reinventarnos y al hacerlo, como decía Arendt, “crear algo nuevo”. Las salidas al estado actual de cosas no van a aparecer por generación espontánea, sino que necesitan ser creadas, construidas. Para empezar, dentro de nosotros mismos, en nuestra capacidad de comprometernos, de tener fe.
—Eso es algo que he notado mucho, no solo en mí sino en otros, y es algo de lo que casi no hablamos, pero deberíamos hacerlo. Cuando hablamos de esta o aquella acción política, ¿realmente creemos en lo que decimos? Algunos de nosotros hablamos incluso de una revolución. ¿Realmente lo creemos?, ¿o solo estamos repitiendo lo que hemos escuchado o lo que creemos que tenemos que decir? Hay mucha falta de fe en los intelectuales, mucha falta de entusiasmo en los activistas también. No digo que en todos, desde luego, pero en muchos, incluso presiento que en la mayoría de ellos.
Estamos viviendo una especie de fin de los tiempos; hoy hasta podemos calcular cuándo acabará el planeta. Eso nos deja con un sentimiento de “¿y entonces para qué?”. No hay una utopía, no hay un dogma, así que para qué luchar. Mi principal argumento en Juntos es que, incluso si al final no hay nada, existe la alegría de estar juntos, la alegría de la lucha, la alegría de la amistad política; eso es lo que hace que valga la pena. Nos han contado nuestra propia historia de una manera horrible, muy reduccionista. Sabemos que el socialismo fue vencido, sabemos que toda la gente idealista terminó del lado perdedor. Hemos escuchado esta historia de derrota tantas veces que hemos olvidado por qué toda esa gente estaba luchando en primera instancia. Mucha gente no habla ni transmite la experiencia de la alegría que se vive cuando nos juntamos para dar una batalla política.
Otro problema es la idea de la esperanza. Todo el mundo pide que le den esperanza, incluso los activistas políticos. Y yo pienso, no sé, en los vietnamitas cuando la invasión estadunidense: ¿ellos tenían esperanza? No lo creo. O pienso en muchos otros ejemplos, no sé, Cuba. ¿Pedía el Che Guevara que le dieran esperanza? Pienso que detrás de tanto pedir esperanza hay una falta de convicción. Escuchamos tantas historias de derrota que hemos olvidado las historias de fe. La fe no requiere pruebas: requiere milagros. Hemos olvidado que somos capaces de crear milagros a ras de suelo.
Un ejemplo reciente ocurrió en Turquía, poco después de un temblor terrible. Una región del tamaño de Austria quedó completamente destruida. No sabemos cuántas personas murieron porque el gobierno fue muy tramposo con la información y los números. Sin embargo, a los pocos días, grupos de personas, sobre todo activistas de izquierda, acudieron a ayudar, a tratar de regenerar la vida donde ya no quedaba nada. Pero, de verdad, nada. Hoy, junto con los damnificados y los supervivientes, han logrado no solo crear sentido sino poder político ahí donde era necesario, en el lugar de la catástrofe.
La fe política necesita milagros políticos. Sólo es posible crear esos milagros cuando vas al lugar de los hechos, donde están las dificultades. Los milagros no ocurren en el análisis o en el discurso político, ocurren trabajando hombro a hombro con otras personas. Yo creo que la acción política en nuestros tiempos debe orientarse en esa dirección. Hay mucha discusión sobre la falta de agencia en la política contemporánea y sobre la falta de movimientos masivos. Yo creo que la agencia política solo se puede desarrollar trabajando en la vida real, en lugares y con personas concretas, juntos.
—Al principio de Juntos hablas de la necesidad de un nuevo vocabulario emocional para el progresismo, lo que me sorprendió un poco, porque una crítica muy frecuente a los progresistas de hoy es que son demasiado emocionales o que son hipersensibles. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha acuñado un grito de batalla antiprogresista: “¡A los hechos no les importan tus sentimientos!” También me sorprendió porque para mí la política progresista, en términos históricos, siempre ha significado una defensa de la racionalidad en la vida pública, no una política de las emociones.
—Es una muy buena pregunta. Parte de por qué escribí Juntos fue como reacción al hecho de que la política de las emociones ha sido dominada por los fascistas populistas de derecha durante los últimos diez años; en Turquía, durante los últimos veinte años. Y hemos llegado a un punto en el que, por desgracia, los hechos no bastan para convencer a la gente. Creo que se reduce a una pregunta filosófica: ¿qué es más importante, convencer o movilizar?, ¿y cómo lo logras? Está la cuestión de la racionalidad, ciertamente, y tenemos que discutirla. Necesitamos un plan muy racional sobre qué hacer y hacia dónde ir. Pero luego, en el camino, está el problema de movilizar a la gente porque, como todos sabemos, existe este letargo, esta especie de inercia política, a pesar del sufrimiento y la injusticia que estamos viviendo. Entonces, ¿cómo movilizas a las masas y cómo llamas a la gente a la acción política? A eso me refiero cuando hablo de la necesidad de un nuevo vocabulario emocional para la política progresista.
—Mencionaste que Juntos no es un libro escrito con enojo —como lector lo agradecí mucho—. Dices que hemos sobrestimado el poder del enojo en la política a costa del valor de poner atención.
—Sí, pero, ¡ah!, el enojo es tan dulce… Lo deja todo tan claro, en un instante. Y es maravilloso porque te hace sentir empoderada. Pero no creo que sea sostenible, no puedes estar enojada todo el tiempo. Y tal vez la atención pueda darnos suficiente espacio para calmar el enojo y, en su lugar, mejor, asumir un compromiso. En vez de depender de la emoción fugaz de la ira, podemos comprometernos a hacer cosas, a participar en una acción política continua. La expresión excesiva de la ira, especialmente en las redes sociales, crea una ilusión de acción política y eso es peligroso, porque cuando tuitea algo furioso la gente piensa: “ah, ya hice lo que me tocaba”. Lamentablemente, hemos aprendido que las redes sociales no son nada cuando no hay acción política en la calle; si se combinan con la acción política, son mágicas, pero cuando no hay nadie en la calle, las redes sociales son solo millones de cámaras de eco. Hacer eco de una ira que no crea acción política no significa mucho para mí, para ser honesta.
—Tu libro puede leerse casi como un manual sobre cómo reconstruir un “nosotros” en clave democrática, sobre cómo crear dentro de nosotros mismos un espacio donde la resistencia contra el autoritarismo pueda arraigar. Voy a usar un término que generalmente se usa de forma despectiva, pero no lo digo en ese sentido: por momentos lo sentí tan urgente e íntimo que me pareció como una especie de libro de autoayuda política. He leído varios libros sobre populismo autoritario, retroceso democrático, fascismo, pero nunca había leído algo tan personal, tan perceptivo y sensible sobre esos temas.
—Cuando lo dices así, para ser completamente franca, no suena tan horrible. Cuando alguien más me dijo que era como un libro de autoayuda, me ofendí: “¡no lo es!”. Pero luego pensé: “bueno, si ayuda a alguien, está bien; no seamos demasiado arrogantes al respecto”. Yo creo que escribí un libro de filosofía política pero, sí, en un registro muy personal.
Quizá yo no debería decirlo, pero es un libro escrito con humildad… No, espera, ésa no es la palabra adecuada. Déjame ponerlo de otra manera. Yo creo profundamente en la igualdad. Entonces, escribo para mis iguales. No quiero darle lecciones a nadie ni pretender que yo sé más. Escribo desde mi convicción en la igualdad. Y eso crea una sensación de intimidad en mi escritura, como si fuera una conversación personal. Si escribo sobre el agotamiento, es porque estoy agotada. Si escribo sobre la desesperación, es porque estoy desesperada. Si escribo sobre la pérdida de fe en la humanidad, es porque he estado muy cerca de perderla. Escribir este libro fue mi manera de comprometerme a recuperar esa fe y de compartir cómo pude recuperarla. Si a la gente le ayuda a encontrar una manera de volver a creer en sí misma, está muy bien, porque ésa es la única salida a la locura moral y política que estamos viviendo.
Todo esto es muy personal para mí. Detrás de todo lo que he escrito está todo lo que he vivido. Quizás también sea porque soy mujer, no sé, pero me lo tomo muy personal. Tuve que irme de mi país, me despidieron de mi trabajo, me humillaron, me atacaron, me amenazaron, me hostigaron, etcétera. Y pasé por todas esas cosas como persona. Tal vez por eso estoy escribiendo desde un lugar que es muy emocional. Y creo que muchas personas también viven la política como algo emocional. No es que digan: “éstos son los datos, así que elijo esta postura política”. No, para nada, no funciona así. Ves niños migrantes ahogarse en el mar y sientes que es insoportable verlos. O escuchas algo y te hace sentir de una manera que te moldea políticamente. Entonces, sí puedo decirlo así: Juntos viene del fondo de mi corazón.

—Quiero volver al tema de la utopía. Vivimos en una época tremendamente distópica. Entiendo por qué, en este contexto, podemos desarrollar cierta nostalgia por la imaginación utópica. Sin embargo, también está la historia. Y esa nostalgia corre el riesgo de volverse cándida o incluso boba. La imaginación utópica ha dejado muchos cadáveres en el clóset de la historia…
—Es verdad.
—¿Cómo derrotar entonces el espíritu distópico de estos tiempos recuperando el valor de la imaginación utópica sin volvernos tontos útiles, apologistas, o al menos sin ser ingenuos?
—Bueno, es un peligro que quizá debamos correr. Yo he visto reacciones muy interesantes del público cuando he presentado mis dos libros más recientes. Con Cómo perder un país el público estaba muy atento, concentrado, o quizás estaba angustiado, aterrorizado, pero estaba ahí al cien por ciento, escuchando. Con Juntos, en cambio, especialmente al principio, he visto que el público se convierte un poco en una multitud de filósofos reyes, se echa para atrás, no está muy presente, llega demasiado rápido a sus conclusiones, incluso etiqueta mis argumentos como ingenuos. Y pienso: “¡cuánto miedo tiene la gente de ser percibida como ingenua!” No solo por los demás sino incluso por sí misma; qué fácil es hacer la maniobra cínica y decir: “ay, esto es tan ingenuo”. Sí, bueno, cuando estamos ocupados en tratar de sobrevivir, ¡ojalá pudiéramos darnos el lujo de no ser ingenuos!
No podemos evitar por completo que las utopías sean peligrosas. Pueden terminar siendo un cementerio de ideales y pueden costar mucha sangre. Aun así, necesitamos algún tipo de inspiración para crear alternativas al estado actual de las cosas. Crearlas no es una tarea fácil, pues hay todo tipo de peligros y riesgos. Pero debe haber una manera. Por eso hablo tanto de atención, de compromiso, de convicción, de hacer el trabajo de la acción política, un trabajo a veces aburrido e incierto. Tal vez soy un poco reformista en ese sentido. Qué palabra tan desagradable, no es para nada emocionante. Pero creo que ahí es donde está la humanidad en este momento: tenemos que enfrentar los hechos, tenemos que lidiar con la verdad, tenemos que hacer el trabajo. Ser conscientes de nuestros límites, pero también de nuestro potencial. Tal vez quiero que la gente sea más racional y por eso hablo tanto de emociones.
—Déjame compartirte algo muy personal que me pasó con tu libro. Conforme iba leyendo Juntos, me sentía muy persuadido por tu escritura, por tu voz, aunque fuera escéptico aquí y allá ante algunas de tus ideas, ante la posibilidad de una revolución anticapitalista exitosa, por ejemplo. Pero a pesar de mis desacuerdos, me sentía muy identificado con la intención, con el propósito de tus argumentos. Y entonces llegué a la parte en la que hablas de la gente cuya incredulidad termina por hacerla caer en la parálisis, la gente que es tan escéptica que sus dudas dejan de ser una fuente de interés o curiosidad para convertirse en algo que las vuelve incapaces de imaginar o de cambiar. Y entonces caí en cuenta: “necesito dudar de mis propias dudas”. Más allá de los puntos específicos de mi desacuerdo, me sentí interpelado por el empeño, por la búsqueda, por la metáfora del corazón como una fuerza de supervivencia.
—¡Ay, dios mío!, muchas gracias. “Necesito dudar de mis propias dudas” es la mejor retroalimentación que he recibido de un lector. Esta entrevista se está volviendo muy personal, pero yo también tuve muchas dudas después de escribir Cómo perder un país. Porque cuando encaras al fascismo, cuando piensas larga y duramente en él, cuando pasas un año escribiendo un libro al respecto y luego otro año hablando sobre el libro, empiezas a pensar que la humanidad está jodida, empiezas a dudar de tu fe en ella. Pero uno no puede vivir con esa duda tan grande. Tuve que encontrar una manera de sobrevivir emocional, intelectual e incluso físicamente. No es un cliché cuando digo que es muy personal. Sí, tuve que ponerme de pie otra vez, mirarme en el espejo y decir: “todavía hay un motivo para vivir”. Y ese motivo es el amor, es la alegría, es la belleza, es la satisfacción de hacer cosas los unos por los otros. Hay un motivo para vivir, hay un motivo para escribir, hay…
—¡El corazón! Quiero decir, la verdad que la metáfora del corazón trata de comunicar.
—Es el pathos, sí. No parece que tengamos un pathos, así que quizás estoy tratando de crear uno. Para los jóvenes, por ejemplo, que intentan salvar el planeta de la crisis climática, porque quieren vivir, tener un futuro, y están tratando de hacernos entender a todos que debemos hacer algo ahora o de lo contrario vamos a perder el planeta, y lo perderemos mucho antes de lo que pensamos. ¡Tienen todos estos datos científicos, pero aún no pueden convencer a la gente de lo que está sucediendo frente a sus ojos! Cada año las temperaturas promedio son más altas, hay más incendios forestales, sequías, inundaciones, hambrunas, año tras año los árboles crecen más en el norte y cada vez menos en el sur. Tenemos que desarrollar la capacidad de conectar toda esa información y esa experiencia con las emociones que realmente puedan impulsar la acción política. Por eso necesitamos un pathos: porque los hechos no bastan. También necesitas la pasión, el corazón. Y eso es lo que estoy tratando de hacer, definir ese corazón, crear esa pasión. En cierto modo estoy tratando de escribir una poética de la política para el siglo XXI.
AQ